Pelirrojos
Quijota [@] [www]

No creo que todas las personas tengan una historia que contar que realmente merezca la pena. Pero como yo siempre he dicho, no tengo abuela, y creo que la mía sí merece la pena escucharla...

Primero me presentaré: me llamo Alfonso del Riojal de Abajo, y no siempre fui moreno, sino que antes era un hermoso chiquillo de pelirrojos cabellos y un mar de pecas nadando en mis mejillas. Dice mi madre que de los disgustos de la vida, fui perdiendo aquella imagen angelical que tenía.

Nací y viví casi toda mi vida en un pueblo de la seca Castilla; o lo que es lo mismo en el más puro campo. Pero mi piel, blanca como la leche no me permitía jugar a la pelota en la plaza del pueblo, con el resto de los niños, por lo que hasta mi pubertad me pasé el tiempo encerrado en casa, mirando para las paredes de cal, y sin hacer gran cosa.

Recuerdo lo largos que se hacían los días cuando no podía hacer nada más que esperar a que llegara la noche para poder salir y disfrutar un poco del aire sano. Supongo que este encerramiento involuntario fue el causante de mi aislamiento en el pueblo. La verdad es que las pocas veces que salía, iba con la tía a comprar algo, y por el camino las gentes me miraban raro: yo no era moreno y fuerte como ellos, y mi tez pálida  y mi pelo color naranja les hacía dejar su partida de póker y salir a la puerta de los bares, con palillo royendo sus dientes, a verme pasar. Me veían pasar en silencio, creo que hasta los perros se callaban cuando yo, de la mano de tía Magdalena salía a dar un paseo. Tía Magdalena me agarraba fuerte la mano, y me decía al oído que no hiciera caso, y que mirara bien recto al infinito: "Tú no te encojas, has de estar orgulloso de cómo eres"... Pero cómo iba a estarlo, si hasta mi madre me decía que era tan raro como papá. Mi padre, alemán de pura cepa, me había dejado su peor herencia: un físico incompatible con el clima de España y luego se había largado pies para que os quiero de vuelta a su tierra. Dejó a mamá embarazada de mí, y tan rápido como pudo se largó. Yo lo perdono, supongo que se asustaría al ver las extrañas costumbres de la gente del Riojal de Abajo. Yo lo perdono, aunque mamá siempre dijo que era un gran hijo de su madre. La verdad es que de mi padre mucho no puedo decir, porque todo lo que sé son los muchos y variados insultos que mamá soltaba cada vez que yo intentaba preguntar por él. Tía Magdalena cuando yo se lo rogaba me contaba cosas de él, aunque decía que no debía comentarlo con nadie, porque si mamá se enteraba, con su genio, era capaz de cualquier cosa. Me contaba que mi padre era un hombre apuesto, aunque su belleza era nórdica, luego incompatible para la gente del pueblo. Me contaba que era camionero, y que en las fiestas del pueblo, coincidiendo con un transporte de manzanas, había parado en Riojal y había conocido a mamá. "Mucho más no te puedo decir, pues sólo se quedó aquí dos días... pero se ve que fueron suficientes" decía y me miraba casi con pena.

Recuerdo con especial pena las situaciones que me hacían pasar de humillación cuando, durante la madrugada, escribían con tinta roja: nazis fuera. "Mamá, mamá, ¿qué es un nazi?" Mamá no me contestaba, era tía Magdalena, que me cogía cuando no había nadie y me decía que la gente del pueblo me confundía con unos señores muy malos de Alemania, pero que yo no era así. A veces incluso tiraban piedras a las ventanas, rompiendo los cristales en mitad de la noche. Nunca le vi la cara a ninguno de mis agresores, pero sabía perfectamente quienes eran.

Pero llegó la pubertad y mi cuerpo empezó a transformarse. Me hice un hombre alto, de marcados rasgos, y hasta empezaba a crecerme el primer vello sobre el labio. En la farmacia del pueblo me agencié con una crema de protección total, que jamás entendí porqué mamá no me suministró ya de niño, y decidí que 15 años de analfabetismo eran suficientes. Tomé lecciones aceleradas de absolutamente todo y absorbía lo que el maestro me quisiera enseñar como una esponja. Un buen día me dijo que ya estaba preparado para leer yo sólo mi primer libro y me dejó, lo recuerdo bien, una vieja edición del Principito. Era una edición ilustrada, pero tardé mucho tiempo en conseguir terminarlo. Al acabarlo me preguntó el maestro: ¿Qué has aprendido del libro?. Y mi respuesta fue que a veces las cosas no son lo que parecen. "No era eso lo que pensaba yo... pero creo que tienes toda la razón".

Como iba diciendo la pubertad me iba transformando, y empecé a darme cuenta de lo bello del sexo opuesto. No sé si bello o simplemente atractivo, pero me gustaba cuando las chiquillas me sonreían y reían por lo bajo cuando yo las miraba; las veía andar, bamboleando unas cinturillas de avispa, y me parecía haber ascendido al paraíso. Debía andarme con cuidado pues a sus padres no les hacía ni pizca de gracia que las mirase, aunque supongo que mi gran imponencia hacía que ahora bajasen la mirada cuando se cruzaban conmigo por el pueblo.

Pilar fue la primera; no sé lo que me encadiló de ella, supongo que lo mismo que las demás: ser una hembra.  Un día, después de salir de casa del maestro, vi como me vigilaba desde su ventana, y cuando se percató de que yo la miraba, corrió a esconderse tras la cortina. Esperé a que anocheciera cerca de su casa, y cuando iba a darle las sobras a los gorrinos, le tapé la boca, y agarrándola con fuerza me la llevé hasta el casetón de las herramientas. La verdad es que no tuve que forzarla, pues se me deshizo en los brazos como si estuviera hecha de mantequilla, prácticamente se desnudó ella misma y el resto fue una lucha, apacible, de gemidos y suspiros. Pilar dije que fue la primera, ¿no. Bien, las siguientes no sabría ordenarlas, pero sí (creo) nombrarlas: fueron todas y cada una de las puras y virginales hijitas de los machos ibéricos del pueblo.

Nadie sospechaba nada, pues la educación sexual en aquel momento era nula, y una no estaba embarazada hasta que el bombo empezaba a abultar bajo el mandil. Y fue éste, y no otro, el momento de mi planeada fuga: cuando el bombo de Pilar empezó a hacerse notar. Me marché para la capital en el autobús de los jueves. Y no volví a saber nada de nadie, ni de mi familia, ni cualquier cosa que tuviera que ver con el Riojal de Abajo.

Lo primero que hice en la capital fue teñirme el pelo de negro, y luego buscar trabajo. Nunca más volví a pensar en mi pueblo, ni en mi infancia; a pesar de que de vez en cuando mandaba alguna furtiva carta sin remite a la tía Magdalena diciendo que todo iba bien. Hará un año me casé, con Élise, una muchacha clara y  extranjera . Nunca le hablé de mi pasado, y ella, prudente no me preguntaba demasiado. Pero como no me parecía justo aquello, decidí un buen día, no contarle cómo había sido yo de niño, sino que lo viera ella con sus propios ojos. Así que quise ir al pueblo tras nuestra Luna de miel para que conociera donde yo me había criado.

Aparcamos el coche en las afueras del Riojal, y cogiéndola fuerte de la mano, la pasee por el pueblo. Poco o nada había cambiado. La diferencia era que al pasar ante las tascas ya no me miraban con los ojos quedos a mí, sino a Élise. Y sin hablar nos seguían con la mirada hasta que desaparecíamos entre las calles. Élise creo que comprendió mi infancia, y sintió la incomodidad que yo sentí. No quiso seguir mucho rato allí, pero yo le pedí que aguardase un momento, que quería ir al parque del pueblo a ver a las futuras generaciones corretear entre los columpios. Asintió tímida y hacia allá nos encaminamos. Nos asomamos al parque, aunque ella esta vez no comprendió nada, y pude comprobar con alegría cómo una treintena de chiquillos pelirrojos jugaban animadamente amparados bajo viseras y litros de crema protectora. Me sonreí para mí mismo, y le dije que ya nos podíamos ir.

 

 

Faro

Puente

Torre

Zeppelín

Rastreador

Nuevos

Arquitectos

aquella imagen angelical | recto al infinito | era camionero | un hombre alto | lo bello del sexo opuesto | puras y virginales