El enfermo hombre
Eugenio Barragán [@] [www]

Leía unas revistas amontonadas en una mesita sobre autopsias y enfermedades raras. Los pacientes que salían de la consulta clínica comentaban que el médico estaba muy ocupado, y sólo podía atender a los visitantes por unos momentos.  
Miré al primer paciente y le pregunté. Aunque todo hay que aclararlo. La pregunta me la sugirió mi apuntador que siempre me acompañaba para poder responder y preguntar todo tipo de cuestiones; uno no sabe las tonterías que puede decir al cabo del día sin una persona a tu lado que sabe de lo que habla:
-¿Qué le pasa? -
- Pues tengo un ligero sarpullido en el antebrazo,…- dejó de hablar por unos segundos para proceder a rascarse su brazo… - lo que me joroba bastante ya que cuando lo apoyo para comer... me duele y no degluto bien la comida. -  Sin atender a nadie, sólo a la serie de granitos que le molestaban, salió por la puerta. 
Eso fue una maldición en esos momentos para mí. Todas las personas que estaban a mi lado en la sala de consulta relataron sus pesadillas particulares.
La anciana que se sentaba a mi lado, entre tos y tos, añadió:
- Yo, esa dolencia, lo tuve la semana pasada, no es nada importante. Y ahora tengo una gripe terrible. Si que soy más desgraciada.
Hasta mi apuntador se quedó en silencio, por lo que yo seguí con su huelga de labios.
Ahora la viejecita me preguntó a mí. – Joven, ¿qué le pasa?- Mi apuntador, que se había escondido debajo de la silla, fue esquivo y no se le ocurrió otra cosa que sugerirme:
- Pues, yo no sé lo que tengo. -
Todos mis compañeros de sala quedaron boquiabiertos.  
Y lo que son las cosas. Pasó un acontecimiento que marcó mi vida durante cierto tiempo. Mi otro yo, no aguantó mucho, y se alejó asqueado de mí. Tanto mi apuntador, como yo, ya le teníamos mucha confianza y habíamos convivido tanto tiempo juntos los tres. Pienso que ya sé dónde fue, pues creo que desaparecieron las revistas. Pero aún me quedaba mi apuntador.
Sonó la bocina y apareció en un marcador mi turno. Al fin entré en la consulta.
Mi tiempo de tres minutos comenzó a correr. Era cierto lo que comentaban los anteriores pacientes. El médico estaba muy ocupado, fornicaba con la enfermera, escuchaba música con unos cascos, y rellenaba un crucigrama. Y, además, fingía que me escuchaba. 
Todo un portento. Como siempre, o eso creo, no me escuchó para nada, y me indicó el camino. Bueno, ni siquiera escuchó a mi apuntador en los puntos que le argumentaba, tanto es así que recibió una buena tunda. Yo creo que mi otro yo le hubiera encantado conocer a la enfermera. Estaba estupenda.
En ese momento terminaba mi tiempo, lo anunciaba una estruendosa sirena que cortaba el aire.
Apresuradamente me dirigí a una máquina, introduje 500 ptas. en monedas de 100 ptas., y bajé la palanca. Tras 15 segundos, unas saetas que giraban en torno a una circunferencia se paró en el nombre que la milagrosa medicina que supuestamente me curaría. Ésta cayó por un tubo y unos compartimentos se abrieron. Al fin tenía el medicamento que me curaría.
Posé, como si delante hubiera habido una cámara, y con sonrisa de presentador enseñé el producto a una imaginaria cámara que tenía delante. Por supuesto confesé delante de esta supuesta cámara mi felicidad y mi gran suerte del momento.
Por supuesto mi apuntador particular me indicaba las frases exactas que tenía que explicar. Fue muy emocionante.
Pasaron los días tan rápidos como el tahúr reparte cartas, o como los buitres devoran los cadáveres. Pero desgraciadamente, la medicina, como otras veces, no surtió efecto.
Después del mismo ritual me encontré otra vez delante de la tragaperras expendedora de medicinas baratas. Si hubiesen sido caras estoy seguro que me hubiera curado. Pero no, eran baratas, demasiado baratas.
Como ya había consumido todos los productos, en esta ocasión, me apareció un papelito con una dirección de otro médico.
Yo, el enfermo hombre, suspiré con delirio; en el mismo papel se anunciaba que este médico si ostentaba el título del Colegio Oficial de Medicina.
Otra vez declaré ante la imaginaria prensa, aunque esta vez, no pude terminar con una brillante sonrisa, ya que el mismo papel me anunciaba que tenía que esperar cuatros meses para la fecha prefijada, pero al menos creía que esta vez si me curaría.
Pero claro, aproveché el tiempo, y seguí buscando a mí otro yo, por supuesto para contarle todas las aventuras y desventuras que me habían pasado sin estar él a mi lado. Aunque mi apuntador particular acudía a mí cuando tenía que realizar alguna declaración importante. Incluso rellenó muchísimas hojas con mis memorias.
Otra vez el tiempo pasó, pero no tan rápido. Y pulsé el timbre de la puerta y tras ella apareció una horrible visión de un hombre con un tanga de paja, y una gran máscara que parecía sacada de una película de tarzán. 
Nada más verle comenzó a bailar. AIzó una mano al aire, y el sonido de una maraca inundó la escalera. Mi apuntador se desmayó, y yo no tenía a mí otro yo. Por lo que realicé lo mismo que el primero.
Yo, el enfermo hombre, salí de allí con una medicina que aún no había tomado; ácido acetilsacílico. Pensé que para mí, esto sería el mejor medicamento para mi dolencia.
Me volvieron a realizar otra entrevista, pero a mi apuntador le dio un ataque al corazón, cuando oyó la pregunta clave, y se quedó sin respuesta para mí.
- ¿Cree que con el ácido acetísacílico, es decir, una aspirina se curará?-
El entierro fue sencillo, pero otro día lo contaré.
Paseaba, yo, el enfermo hombre, por las calles pateando con rabia todo lo que me saliera al paso, y de repente, sin comerlo ni beberlo me encontré a mí otro yo.
Estaba mirando y releyendo una serie de revistas pornográficas en un quiosco, intentando cambiarlas por aquéllas que se afanó de autopsias y enfermedades extrañas. Parecía que no tenía mucho éxito cuando le abordé.
- ¿Qué haces aquí? - Le pregunté.
- Estaba ojeando unas revistas. - Me respondió mi otro yo.
- ¿Y tú qué haces?-  Me preguntó mi otro yo a mi mismo con su particular forma de ser.
- Pues mira he ido a un médico… con decirte que este si era auténtico.-  Le respondí a mí otro yo. Y de paso como estaba solo, y no tenía con quién hablar le conté toda la historia.
Al acaba mi otro yo, me respondió.
- Pero si tú no tienes nada. Te lo digo yo qué sé un rato de eso. Anda vámonos a casa a jugar un solitario.-

 

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