Maletas bajo la lluvia
Ergaster[@] [www]

(un cuento erótico y largo a partir de la mitad)

Que usted no me conozca, señorita, ya no importa. Quiero decir que no me conozca realmente. Puede que haya oído hablar de mí o que, por esas amistades comunes que no es prudente mencionar en esta carta, hasta sus oídos hayan llegado ciertas historias que de mí se cuentan, y que, pese a lo escabroso de las mismas, y que debido a ellas mi prestigio, y ahora su fama, pudieran devenir en carnaza de las más depravadas lenguas aliadas a la buena moral, la urbanidad y la sana costumbre, solo puedo, sin faltar a la verdad, ratificar en todo sentido y despreciar mal que me pese tales y cuales habladurías, pues, entre las lenguas susodichas, la mía, sin ser la primera, no es la menos afilada, y mi moral fue en otro tiempo, que ahora ya me parece lejano, meticulosa y contumaz como la más estrica.

Quiero significarle que soy el primero en sentir que nuestro próximo encuentro, por más que usted aún no lo vaticine, no ha de depararle otra cosa que daño, cierta sensación de intemperie gris, y un adiós que será más doloso y fiero cuanto más lo propicie y desee. Sé perfectamente que no soy un caballero y que, si lo fui, ya no es otro mi tiempo que el de la ignominia. Ojalá la hubiera conocido a usted en mis años buenos. Probablemente, si esto hubiera sido así y dentro de unos días a lo sumo, usted no sentiría tanta nostalgia de la señorita que ahora es ni tanta pena, ni tampoco yo me viera obligado a tratarla impunemente como el infame canalla en el que me he convertido.

Dicen que cuando uno va a morir repasa su vida: contempla los cuadros que son el mero recuerdo como si fueran las imágenes de aquel cinematógrafo decimonónico que, crepitando en una pantalla de lona tendida, ofrecía al público del patio de butacas el pánico doméstico, maravillado e indemne de una locomotora que, a toda velocidad, se abalanzaba sobre ellos. Estoy ahora sentado en este bulevar -que en Cádiz llaman La Isleta- mirando barcos que van y vienen, bajo un cielo gris, apenas plomizo. Intuyo cuales han ser la pautas de mi asalto y, a la vez, barajo los hombres que he sido, que no he sido y que no seré, con la leve ternura de quien remueve la arena con los dedos de la mano y escurre de la piel algún pequeño cuarzo prendido a una gota de sudor invisible. Soy en este afán terco como los son las cosas en sus sitios. Es más, no desmaya mi sentido mientras imagino su cara cuando le abra la puerta, la sonrisa que usted me ofrece cómplice con una educación que en ese instante la traiciona, que la entrega a mi mano diligente que la saluda y la aprisiona, sin usted saberlo, aún sonrojada por la fortaleza de unos dedos que ya no han de liberarla. Como las dos corrientes que separa la espesa termoclina de un océano luminiscente, soy ambos a la vez: el hombre que sobre sí repasa en qué lugar y qué momento procura su génesis el nuevo ser que tras la catarsis de esta carta habrá de depararle tanto sufrimiento, y el otro hombre, el canalla inexperto, aún desconocido, que tiende su urdimbre, consciente y manifiesta, para diluir en ella, con su consentimiento, su pretendida falsa inocencia.

Son barcos de carga y de pasaje que se adornan con nombres de mares lejanos y ciudades que solo imagino envueltas en la bruma y el silencio. Inventario despacio tanto más los hombres que fui como los hombres que quise ser y que, por mor de la fortuna, el destino me ha negado. No se bien a cuales me debo, o por, si habiendo sido los unos, ya los otros hubieron de devenir en vanos, o cuales de entre todos ellos hubiera yo querido que usted conociera, que frecuentara, que, si así lo hubiera estimado su dulce corazón, con delicadeza, amase. Ha de saber que salvo a todos y cuantos fueron, dentro de mí, hombres que sobre otros tales y anteriores prevalecieron adicionando su ser al ser encontrado, como un árbol que sobre el tallo acuna su infancia y suma nuevos y más holgados anillos frutos de su complacencia explícita y lenta en el transcurrir del tiempo. Aunque, como ya la dije, eso no ha de importarle. Cuando termine usted la lectura de esta carta, y es este oportuno momento para apartar sus ojos de unas letras que tanto han de perjudicarla, ya no tendrá certezas, no querrá saber, sólo sentirá que me pertenece y que, en el día de nuestro venidero encuentro, y sólo en este único día, su voluntad no tendrá otra intención que el cese de mi deseo.

Repaso en La Isleta los años que he vivido; con parsimonia desbrozo los años vagos, los años que ofrecen ya sus territorios y sus rostros difuminados envueltos en paisajes de humo vivo de bar y -presiento, me pesa- de olvido: apenas si los distingo y califico. El tiempo tiñe de mineral la memoria: incluso los peores recuerdos, que entonces sufrí y me sufrieron, son ahora íntimos y leves, cálidos, como marcas en la piel a las que un amante experto por fin se acostumbra y, en secreto, acecha.

Ha de saber -porque probablemente continua aún leyendo esta carta a pesar de mi desvelada advertencia- que tuve los hijos que necesité más que los que quise, y que son estos y no otros desatinos quienes hurtaron de mis futuros posibles las promesas y, por ende, la libertad, pues no es otra cosa ésta que la capacidad de hipotecarnos la conveniencia mediante un compromiso. No me arrepiento ni de una sola de las mujeres que amé, que fueron muchas según comparo con relatos de otros caballeros que aligeraron con estos diretes la custodia de su íntima discreción. Amé y me amaron, y el desamor fluyó en ambos sentidos siempre lento y sabio. Quizás me duela, no lo niego, el amor omiso, el perdón infringido, mas si me aseguraran que no reincidiendo en tales conductas mi yo de ahora mutase en otro, si volviera a vivir no amaría lo que no amé, y otra vez perdonaría ahíto de falsa virtud a quien no fue más que la víctima aleatoria de un joven exagerado. Amo mis vicios con devoción canónica: son más yo que mis virtudes, pues a mis vicios siempre los alenté y de flacos defectos construí preciosas arquitecturas que los siquiatras siempre enciclopedian en su catálogo de perversión y bajas pasiones; mis virtudes me acompañaron, eficaces como la ropa limpia, haciéndome sentir -más de una vez- su inmaculada mala gana.

No es este otro norte del que cual tenga usted que hacer sus cuitas; es solo mi afán porque sienta usted que el hombre que la arrebata no es por completo un desconocido, y aunque le recomiendo que no crea todo cuanto le digo, es más, que crea usted que estas mentiras que me adornan son por igual confesión y camuflaje, veo prudente y es caridad que este conocimiento permita a usted hacer sus componendas sobre quien o cual ha de ser este hombre que la acecha, pues no hay mayor terror que el debido al odio cuyo motivo se desconoce. Verá pues que mi interés no es otro que el mero carnal, que no pretendo acongojarla con un ataque frontal urdido por el hurto o el secuestro, o satisfacer en usted ciertas brutales sicopatías de las que, por completo, carezco.

Vendrá a mi encuentro sabiendo qué ha de encontrar; mi aliado secreto, la celada ya tendida, no es otro que su propio miedo, la renuncia a una pública naturaleza que, no siendo mala o pecaminosa, tanto la aburre. Sepa que pasaré por su vida como un huracán o un terremoto, y que cuando todo haya terminado y la encuentre a usted en este bulevar desde el que la escribo o en el salón de aquella pastelería que tanto frecuenta, no obtendrá de mí sino el leve saludo del caballero que no soy y que hasta ahora tan bien he disimulado. Para los otros nada habrá cambiado. Sólo usted y yo sabremos que sus temores más ocultos son ahora parte de mi piel, y que ha llegado hasta mí porque sabe desde el comienzo, aunque sé que ha de negarlo, que no habría de traicionarla: quizás lo recuerde, la vi en aquella mesita de mármol apenas distraída por los surcos de la lluvia sobre el cristal, la mano distendida sobre la mesa, la espalda levemente reposada, el cabello rizado, sus ojos parsimoniosos que giraban hacia mí ignorantes aún de mi presencia, el repentino tocamiento, sí, señorita, tocamiento de ojos que se saben, que se aprenden, que en un andén batido por la lluvia esperan velando maletas vacías, que después de un tiempo no cuantificable, apenas se esquivan, muslos tensos, rodillas cruzadas que se aprietan con un leve movimiento de sus caderas y originan una sutil vibración en su ingle, rubor y frío de quien se sabe reconocido, vulnerable a un hombre que descubre el hábil sueño que la pasión pergeña en su olvido y que, a su vez, se ruboriza, gira sobre sus talones y recuesta en la barra de la pastelería cuarenta años de trenes que no llegan, de maletas mojadas y huecas; sé entonces, aunque ninguno de los dos se mira, que usted no puede disolver como otras veces su pequeño placer secreto, que el calor persiste y el sueño de ese día se llama ella y ella besa su vientre con una lengua fina como un rayo de luz que marca en su piel misteriosos pasajes de tigre, que tendida entre sus piernas abiertas ha clavado sus largas uñas en su culo y que su boca desciende y con los dientes muerde el vello y lo levanta con el dolor preciso para excitarla, sus ojos clavados en los suyos que no miran, sus ojos que intuyen el ritmo secreto de la humedad que más abajo aguarda. Apenas sienta que mis ojos la recorren -y no habré de disimular mi complacencia- sabrá que la abrazaré con fuerza: no se indigne, usted no opondrá resistencia alguna ni se sentirá molesta, será como un desmayo; sabe ahora -y entonces no más datará el registro- que al recibo de la presente ya ha rendido los tenues bastiones en los que ampara su decencia, y que -lo sabe, no se escandalice- después de esta tanta lectura que ya le pronostiqué de mal augurio, comparte conmigo un futuro ahora más cercano, turbio, indecoroso, un día quizás bajo el mar profundo y azul y espeso de sus más tórridas pesadillas.

Sé que, cuando todo pase, creerá que su jornada conmigo fue inventada, que cuando mis brazos la alejen de mí y mi dedo recorra con fuerza sus labios, separando ambos a la vez y apenas si rozando la dureza de sus dientes apretados, creerá -y así querrá recordarlo- que esa mujer a la que lentamente gira mi brazo libre es otra mujer y no usted, que la penumbra de la habitación en la que se encuentra y a la que ha acudido sin recordar ahora tal o cual motivo ni el sentido de aquella cita, o las obligaciones engañosas que la llevaron a tomar tal determinación, no son sino algún confín de un territorio soñado, quizás en sueños de niña, quizás en sueños de siestas sudorosas bajo el calor del verano. Cesa el miedo como el viento, conciso, apresurado; su nuca, levemente inclinada hacia atrás por la presión de mi mano, reposa en mi pecho, mis dedos separan ahora ya francamente sus labios y entran en la boca húmeda, empapándose de calor y silencio, o quizás no, quizás un primer gemido, quizás un pequeño temblor cuando mi dedo baje por su cuello y recorra el atlas de su camisa, cuando mi otra mano clave los dedos en su cadera y la apriete con fuerza, cuando libere lentamente los botones y roce apenas un pecho, primero, luego el otro, sin que note usted que mi mano pesa, que es cierta esa piel que roza ahora su piel vedada, que regresa a su cuello reptando bajo la ropa, que se extiende y aprieta y ahoga y desea que el mundo cese y también la vida y el calor que desprende su ingle o que mi lengua roce más profundamente aún el lóbulo de su oreja y que una voz lejana y opaca y ronca y rota nunca cese de decirle despacio puta sientes mi polla y más, pero ya no oye porque esa lengua que la insulta desde un lugar secreto que cree lejano, se hunde ahora en su oído y sólo el mar y unas olas que rompen tan cerca de su corazón le esquivan los otros insultos que usted sabe que esa voz susurra, que usted sabe mientras siente la saliva espesa de ese hombre recorrer cada pliegue, cada rincón que se estremece aún más cuando al fin el aire cesa, cuando su garganta se cierra plegada a una fuerza que solo derrota una rápida ascensión de mi mano otra vez hasta su boca, ahora son dos y no uno los dedos que meto, hondos hasta el asco, duros como usted se los imagina. Veo el aliento caliente que se escapa entre sus labios y beso y muerdo y chupo su cuello empujando aún más su cabeza hacia atrás. Entro y salgo de su boca lentamente, veo sus pezones despuntar bajo la ropa, aprieto con fuerza su cadera contra mi ingle y, entonces, me detengo.

De todas las sensaciones que muelo y rehago una y otra vez, batiendo aún más que mi memoria el olvido propio y el ajeno, como un ciego, quizás, amarga no tanto el amor que me esquiva como sentir que mi propio amor ya ha cristalizado y apenas si refleja otra luz que las propias luminarias de aquellos años -entonces no pero ahora- ya fatuas, apenas precisos: es este amor que ha cesado, como un eco que la montaña no alimenta, el daño que más hiere.

Sabe que no la amo y yo sé que no me ama. La soledad nos hace aún más evidentes. No sabe mi nombre ni podrá buscarlo bajo la última de estas líneas. Seré todos y cada uno de los hombres que amó y que no la amaron. También seré aquellos otros que no amó y que teme. Ya le dije, no me conoce. Yo pretenderé quererla pero en realidad solo persigo el temblor que sentí en la pastelería, un estremecimiento que me recorre, un laberinto de domésticas conexiones eléctricas que tensan mi verga, que infla y aprieta y ya no cesa. Cuando llegue a mí no podrá ver mi rostro, la penumbra velará al hombre que la abraza. No podrá identificarme cuando todo pase; seré a la vez nadie o cualquiera. El recuerdo más extenso carece de detalle. Ahora es solo mi mano que sale de su boca y recoge su pecho cerrándose con fuerza; entre el pulgar y el índice apenas libre el pezón que entonces aprieto, lo siento aún mayor y duro y definido, mi mano izquierda sube por su vientre, sobre su estómago gira con pequeños movimientos sísmicos, amasa su piel, aplasto ahora ambos pechos y cierro sobre sus pezones una pinza que tira hacia arriba, que la cuelga de ellos mientras el dolor es sostenible, que la obliga ha alzarse de puntillas y luego caer, cuando la suelto y le arranco la camisa y la giro y la beso bajo el cuello y mi boca busca la suya que lame y, rápidamente, la empujo fuera de mí mientras veo su cara sorprendida -ahora sus ojos caen- y mi voz ordena sácate la falda, siéntate sobre la cama. Me desnudo delante de ti pero tú no me miras, tienes las manos en el regazo y la mirada oblicua. Me acerco despacio y agarro tu cabeza con ambas manos, la acerco hasta que tu mejilla roza la punta de mi polla, te empujo lentamente y tu espalda reposa sobre la cama, tensa como un arco; con mis rodillas separo las tuyas, me arrodillo delante de ti y beso tu ombligo, poco a poco el vientre, meto mis manos bajo tu culo y tiro de las bragas despacio, siento tu olor mientras las deslizo por tus piernas alzadas sobre mi cabeza, las separo otra vez, beso el interior de tus muslos, con la lengua desciendo hasta la ingle y noto el calor, muerdo despacio junto a la vulva y te estremeces, separo tus labios hinchados y húmedos y busco y encuentro el botoncito que meto en mi boca, entero, y entonces oigo tu voz, o mejor, el aire que escapa de tu garganta con un chillido bajito, sostenido, tu voz cierta que se modula al compás con el que te chupo, la fuerza con la que meto mi lengua en tu vagina y la hago girar y entrar y salir, y luego desciendo, y con las manos levanto un poco tu culo, y te giro sobre la cama y mi lengua se hunde entre tus nalgas buscando el pasaje prohibido, mordiendo poco y fuerte, perdiéndose en tus músculos que se relajan, que se estiran sobre la cama, y subo por tu columna y subo en tu cama y aún más separo tus piernas y entonces entro, apenas con violencia, bien dentro, sintiendo que doblas las rodillas y levantas los pies, que alzas un poco las caderas para que llegue aún más dentro, que agarras tus nalgas con las manos y las separas buscando que el contacto sea aún más íntimo. Fóllame, dices, fóllame fuerte, y te obligo a ponerte de rodillas con la cabeza apoyada en la almohada, y cuanto más te doy más tu espalda se arquea y tus grititos se hacen más agudos; meto mis manos bajo tu cuerpo y te busco las tetas, pellizco tus pezones hasta hacerte gemir, y el gemido se hace ronco y lento, agarro tu pelo y tiro hacía mí para alzar tu cabeza; apoyada en los codos sé que has sido feliz y que crees que todo ha terminado, pero no es así: saco mi polla y lentamente la voy subiendo hasta tu culo, sabes lo que va a ocurrir y giras despacio la cabeza con sorpresa, tienes miedo, no, dices, no lo hagas, hazlo en mi boca, pero es tarde, otro tirón y te penetro, azoto tus cachas y araño tu espalda; te traigo hacia mí, no te resistes, cuando tu cabeza toca la mía la hago girar y meto mi lengua en tu boca, con las manos acaricio tu coño que está hinchado y húmedo, lo hago despacio, no me muevo; salvo mis dedos buscando tus pliegues estoy petrificado allí contigo, sintiendo que poco a poco tu lengua reacciona y tus caderas se mueven, que aprietas aún más tu culo contra mi polla y tu ingle se abre y mis dedos entran y te acarician; vibras agitándote cada vez más, gritando en mi boca, moviendo tu lengua como una loca enroscándose en la mía; de nuevo todo pasa, salgo de ti despacio, caes como sin vida sobre la cama, te digo muy bajito date la vuelta y tú lo haces para que yo me suba en tu vientre y descargue sobre tus pechos. Nos miramos sin apenas vernos, asomados a una frontera que la penumbra silencia, tocas con tus manos mis piernas y con la punta de los dedos recoges algo de semen y lo chupas sin dejar de mirarme, así permanece el aire entre ambos, mezclando la respiración aún acelerada, sintiendo que el calor construye volutas invisibles en torno nuestro, que llueve afuera sobre el andén oscuro y que poco a poco, alrededor de nuestras maletas, un charco opaco y hondo crece crepitando en la noche.

viernes, abril 19, 2002

 

uno va a morir

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