El hombre que se repetía
Malina [@] [www]

"... Conozco miles de historias de hombre que son un repeat y sólo un puñado de historias de mujer, que son verdad"
danube

De sus antepasados germánicos, le habían quedado a Alfonso Wiederholen, solamente un apellido inpronunciable y una exactitud y regularidad de relojería suiza. El resto se lo había tragado el mestizaje que conformaba su sangre y el accidente de haber nacido en el Río de la Plata.

Alfonso era un hombrecito menudo, cincuentón, con una calva más que incipiente, cuya característica más notable, era pasar desapercibido. Un típico hombrecito gris, del que la mayoría no guardaba ningún recuerdo, luego de unos minutos. Si se le hubiese preguntado a la comunidad sobre él, lo más probable es que se hubiera obtenido: "un compañero agradable de trabajo" o "un vecino tranquilo y respetuoso".

Por supuesto no era casado. Sus pocas visitas a locales nocturnos, habían sido otra pérdida de tiempo.Lo único que había obtenido de esas salidas, era el adelgazamiento de su billetera y la sensación de camuflarse con el decorado.

Tampoco tenía, lo que se dijera amigos ni enemigos, ya que no despertaba ni pequeñas ni grandes pasiones. Nadie siquiera, se había planteado la posibilidad de que él, tuviera mas emociones que alguna de aquellas plantas de la oficina. A él tampoco parecía importarle.

Su vida consistía en la repetición perpetua de una rutina laboral, que cumplía con rigor espartano. Se levantaba a las siete en punto, tomaba una ducha y se concedía la siguiente media hora frente al espejo para afeitarse, acicalarse y poner en orden sus pocos restos capilares. Luego seguía con un desayuno frugal y la partida a tomar el ómnibus 111 en dirección céntrica, para llegar puntualmente al trabajo a las ocho y treinta. Nunca se había atrasado ni un minuto, ni había faltado por enfermedad en treinta años. Cuando volvía a su casa, seguía la consiguiente preparación de su cena, una hora de informativos locales y el retiro a su lecho temprano.

Cuando aquella mañana - como cualquier otra- limpió con la toalla la superficie del espejo para afeitarse, sufrió un sobresalto. Automáticamente, miró por sobre su hombro buscando un segundo espejo, que sabía no existía, para encontrar sólo la conocida cortina de baño. Volvió a observar la bruñida superficie, fascinado por el descubrimiento de una imágen de infinitos Alfonsos, compartiendo un sólo espejo. Observó detenidamente y descubrió de pronto que no se trataba de una mera repetición, sino que eran cientos, miles de rostros con sus características físicas, pero todos ellos con una emoción distinta pintada en la cara. Algunos lloraban a mares, otros se doblaban de risa, algunos lucían la mirada heroica de los héroes, el terror de los condenados a muerte, algunos mostraban el enrojecimiento de los cobardes, mientras otros sonreían con una socarronería desvergonzada. Lo único que parecían compartir, era ese mismo cuerpo y la barbaridad e incongruencia de habitar en ese mismo instante todos juntos, la dimensión de ese espejo.

"Qué diablos estaba pasando?" - pensó con una mezcla de terror y asombro. "Cómo era, que un vulgar espejo de baño, que siempre se había comportado con normalidad, produjera ese efecto?".

Se observó nuevamente - o mejor dicho a ellos - tratando de ubicar la recordada imágen de sí mismo, infructuosamente. Su infalible sentido de responsabilidad, le advirtió de que se le hacía tarde para el trabajo, con lo que determinó, descolgar al traidor (ya compraría uno nuevo al volver del trabajo), e ir a buscar el del recibidor para la afeitada matutina.

- Maldición! - gritó horrorizado, al comprobar nuevamente el efecto también en éste. Decidió abandonar las explicaciones para más tarde y abandonó el hogar, por primera vez en su vida, sin afeitar y despeinado.

A medida que caminaba en dirección a la estación del ómnibus, una sensación de desagradable vacío invadió su cuerpo. Aterrado, observaba el efecto espantoso, repetirse en cada superficie reflectora. Ahí estaban todos ellos en el escaparate de las tiendas, en los pulidos automóviles, en cada recorte de espejo y en cada mirada desconocida.

Veía como la gente reaccionaba a él, como si cada uno fuera capaz de distinguir a alguna de aquellas imágenes en particular. Algunos le sonreían amigablemente, otros lo miraban furiosos, mientras algunos le obsequiaban una muda compasión.

El vértigo le invadía el cuerpo, mientras sus manos recorrían el rostro intentando hallarse. Sintiendo haber traspasado el umbral de la locura, su mente luchaba por grabar los rasgos recordados, que parecían desvanecerse a velocidades imposibles. Todo el día en la oficina lo pasó abstraído - por primera vez para asombro del jefe - tratando de elucidar este rompecabezas infernal. Con morbosidad observaba una y otra vez las imágenes en cada objeto que lo rodeaba, tratando de encontrar las similitudes o diferencias consigo mismo. Visitó incontables veces el espejo del baño de la oficina y por primera vez en su vida, la jornada laboral, se le hizo eterna.

Finalmente pudo volver a casa. Olvidó la cena, los informativos y el mundo entero y simplemente se sentó, con el espejo del recibidor frente a él, tratando de captar el significado de este suceso. Por más que se cuestionaba, no lograba dar con una clave, que lo ayudara a volver a su normalidad de tranquila complacencia.

De pronto, entre todos los rostros, creyó percibir un movimiento. Cuando observó de nuevo, se volvió a percatar ahora ya seguro. Si, algo ocurría con todos ellos. Parecía que a medida que se observaba, alguno de los rostros infinitos desaparecía, simplemente se esfumaba dejando un instante de espacio libre.

Tuvo la idea, de que si lograba mirarse lo suficiente, quizás podría invertir el proceso hasta quedar nuevamente con un sólo reflejo... Y lo invadió un alivio nacido en la desesperación.

Así fue, que salió corriendo a comprar un espejo de mano, que pasó a convertirse en amigo inseparable. Esa noche no durmió observándose una y otra vez, con la saña de un matador de cambios religioso. Por cada uno que desaparecía, estaba mas cerca de su meta, de sí mismo.

Así fueron pasando los meses, entre enfermizas observaciones, terrores y una vida girando en torno a una imágen. Ya no lograba recordar la primera, la buscada, eran tantas y algunas tan parecidas, que ya no lograba su mente llamar el conocido recuerdo. Lo intentaba día a día al tacto. Acariciaba su rostro como los ciegos, en un vano intento de pintarse con la imaginación, sin grandes resultados.

Un día, finalmente ocurrió. Cuando por fin esa mañana se miró, notó un número accesible de solucionar en un día.

Con el tiempo que llebava de practicar esta nueva rutina, había competido contra su resistencia, logrando batir el récord de mil quinientos rostros aniquilados al día. Ya había adquirido el ojo, para tener una noción de espacio y número en el espejo. Ese día, apreció que las que quedaban lograría desaparecerlas en el transcurrir de esa jornada, y por primera vez en su vida, llamó al trabajo para pedir libre, lo que le fue concedido sin esfuerzo. Lentamente, decidió gozar ese último instante de esa designada tortura. Por fin podría tener nuevamente paz.Con la parsimonia de un sibarita, se dedicó a observar con atención cada cara aniquilada.

Así por primera vez pudo saber, como hubiera sido quizás, si él hubiese llevado otra vida. Observó cómo una sonrisa le iluminaba los ojos y cómo las lágrimas lo enternecían. Y en esa fracción de segundo, creyó comprender el valor y belleza de lo efímero.

Cuándo finalmente al llegar la noche llegó a las últimas, no pudo evitar sentir una extraña pena invadirlo. Pero - se dijo - debía concluir esa locura y rehacer su normalidad. Se sentía demasiado viejo para tentar incertidumbres.

Se llevó el pequeño espejo ovalado, que desde hacía unos meses lo acompañaba en esta odisea y se sentó a los pies del lecho. Por fin tendría nuevamente una noche de sueño tranquilo. Con la lentitud de las despedidas, se decidió a observar las últimas dos caras. Observó una vez mas, y se esfumó la imagén doble, dejando por último un rostro gris, triste y abotagado por el cansancio y los años de hábito aletargante. Con tristeza dejó el espejo sobre la mesa de luz; lo que quedaba no lo había dejado tan felíz como había creído sucedería. Se recostó y cayó en un sueño profundo y vacío.

A la madrugada, despertó sudando aterrorizado. Tomó el espejo nuevamente, y mientras el último Alfonso se esfumaba de la lisa superficie, su cuerpo iba desapareciendo lentamente en el aire de la habitación. Mientras un rayo de lucidez invadía su cabeza ya casi inexistente, supo que no se puede perder lo que jamás se ha tenido.

Mientras el espejo caía al piso y se partía en mil pedazos, la noche fuera de la habitación seguía su curso apacible de primavera, dándole paso a la nueva mañana.

 

 

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esa designada tortura