Retrato número tres
Max [@] [www]

Aquella reunión era para reencontrar el perdido consenso. Habían decidido cambiar el espacio habitual, la pequeña sala de reuniones donde empezara aquella aventura hacía ya dos años, por el confortable salón de la bonita casa de uno de los miembros del equipo.

Empezó a fumar, siendo muy joven, por aquello del mimetismo adolescente. Muy pronto demostró su maestría empalmando papeles de arroz para liar enormes “trócolas” de aceite de Kifi. Tras unos cuantos “colocones” históricos después del entierro de algún héroe conocido que se atrevió a desafiar sustancias aún más prohibidas, la conciencia le abofeteó y se vio implicado en una trama de solidaridades con aquellos enfermos de la desdicha. De experto del cultivo en macetas, cigarro en mano, a terapeuta.

Tras años de activismo contestatario y militancia marginal, se zambulló en la teoría. Desde su cátedra universitaria promulgaba la legalización de todas las drogas como “herramienta racional de normalización cultural”. Un par de libros, varios artículos y apariciones televisivas, incluso alguna mentira piadosa, le enemistaron por igual con traficantes y políticos, jueces, policias, médicos y estanqueros, madres, padres, tías y abuelos. Su crítica a las campañas institucionales de prevención le supuso un seguimiento exhaustivo que acabó en forma de denuncia por consumo de estupefacientes en vía pública. Su vuelta a la praxis fue decidida una noche de verano gracias a un encuentro casual con un “ciego” y con una impresionante María.

Alrededor de unas tortillas y buen vino debían decidir el “plan piloto de actuación en el ámbito escolar para educar desde la libertad y la información...” o algo así. Lo cierto es que habían aceptado un dinero público destinado a “prevención”, aunque proviniera del área de “Fomento” de una institución regional. Pretendían desarrollar, con niños de diez años, todo un imaginativo “programa de Investigación-Acción-Participativa sobre los usos culturales de las sustancias del entorno natural...” o algo por el estilo. Alguien les previno de las vecinas dificultades provenientes de la incompetencia institucional a la hora de evaluar la idoneidad de cualquier acción..

Ya el día anterior tuvieron una fuerte discusión sobre lo oportuno de suavizar la propuesta metodológica. La comida, el sofá, la música de fondo, y la afectividad de los timbres de voz respondían al deseo compartido de descubrir conjuntamente la opción adecuada. Un momento de tensión ambiental, unas palabras francas en su desnudez argumental y algún duro reproche propio de quienes se quieren bien, hicieron que el anfitrión, urgentemente, sacara un material de primera, lo encendiera, lo pasara y lo acompañara de un ejercicio juvenil de tomas fugaces de “chupitos” de ron añejo. El “subidón” generalizado fue casi instantáneo, deseado. Las sinceras carcajadas, estridentes y compartidas fluían antes de culminar cualquier comentario. Qué risas imaginando al funcionario de turno “puesto” en la rueda de prensa.

Sus propios gemidos, insistentes y acompasados, le dificultaron oír la gracia final de un chiste sobre el Papa y un botafumeiro repleto de Cannabis. Su ruidoso empeño en solicitar el final del cuento, entre felices espasmos respiratorios y simpáticos dolores abdominales, le impidió sentir la huída de su ritmo cardiaco.

Agustín Morales Escote, doctor en ciencias sociales, especialista en “cambio social”, aficionado a la jardinería y suscriptor de varias revistas del ramo... murió de una sobredosis de risa, por falta de información.

 

 

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