Un día tonto en el bar de siempre
Adriana Pérez [@] [www]

Ella miraba las mesas vacías del bar que frecuentaba. Pero estaba en la suya, quieta, como atada por una cuerda invisible.

Ya había leído el periódico, así que sólo le quedaba la pared (en esta, un solo adorno: una serigrafía estridente).

En fin, también estaba la enorme cristalera, única razón, con el periódico, de su visita al local.

Y podía ver cómo se movía la rama de un pequeño tilo. Se asomaba sin pudor, incluso guasón, si acaso los árboles pueden serlo.

Pero el movimiento fue haciéndose cada vez más rápido, más violento. Las hojas rozaban el cristal. Pronto toda la extensión leñosa se aproximó amenazadora... Hasta que ocurrió lo inevitable: Primer golpe; sin consecuencias.

Yo no corría ningún peligro, en aquella mesa. Por otra parte, sola en toda aquella planta superior del local (el camarero se encontraba, con los demás, abajo), tampoco podía temer por nadie.

Y, sin embargo, me dio miedo la situación... Y tuve razón en mi temor, pues al viento lo acompañaba, ahora, oscuridad cada vez más acusada. Y no había ningún eclipse anunciado, para las once de la mañana de tal día de octubre, en esta región de Europa (yo siempre me enteraba de estos eventos con antelación de meses).

Me levanté, pues ¿qué otra cosa podría hacer, con este temor cada vez más paralizante extendiéndose por mis nervios?¿Esperar a no moverme?

Las hojas susurraban, con el viento, como si fueran voces fantasmales. La rama golpeaba una y otra vez, como una catapulta de leña, que, por fin: Segundo golpe, quebró el cristal, y... se rompió y cayó sobre mi mano que parecía esperarla.

Horadó mi mano que quedó totalmente inútil, así, para empuñar arma defensiva alguna... Si bien no la necesitaba, pues sólo tenía, como enemigo, aquel árbol-tilo, que el viento azuzara un momento. Y una oscuridad tenebrosa cada vez más cegadora.

En fin, que sangraba profusamente, pero no hice nada para contener la hemorragia... Y una hoja del tilo se soltó y se adhirió a la herida que se alivió de esta manera... Aunque la sangre seguía saliendo como si yo fuera una fuente, o acaso eso era ya, en efecto... (Yo, manantial de sangre, lo que me faltaba por ver de mí, hemorroísa, qué risa).

Mi sangre se llevó la hoja del tilo, y corrió escaleras abajo en forma de chorro breve pero visible, gorgoteando, audible pese al incansable viento que no dejaba de acezar.

Mi sangre, roja mate, llamando la atención de pronto al camarero que me había olvidado y que dejó caer la bandeja que portaba en ese instante. Y, sin quitar la vista de mi rastro hemático, subió lentamente las escaleras, cada vez más pálido –-yo no pude valorar su tono facial, obviamente, pero la natural es que haya sido así--. Pálido, muy pálido, y así pude verlo yo, se volvió al observar el escenario: Cristal roto, árbol moviéndose sin cesar, una mujer embadurnada en sangre, y todo lleno de su mismo rojo elemento que brotaba de la mano herida.

¿Que qué pasó? El hombre no resistió la vista de tanta hemorragia, y cayó patas arriba; yo no aguantaba más tiempo en aquel local extraño, y, como empezaba a marearme, comprimí mi herida con la otra mano, le saqué la lengua al tilo, salté sobre el camarero, y me fui corriendo del bar, previo pago del café que había tomado, cuyo importe conocía bien, por lo que se lo di sin más comentario al otro camarero, que me miró con su indolencia habitual.

La verdad es que la herida cerró sin mayor problema, de forma casi instantánea, de modo que fregoteé durante toda la tarde, un dos, un dos, todo mi apartamento, ventanas incluidas, al ritmo del mismo viento burlón que, ese sí, continuó soplando todo el día.

 

 

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