El
camarero recogió las mesas despacio. Primero un vaso, y se fue
con su bandeja. Después otro vaso, y nuevo paseo. Luego un plato,
más tarde otro plato. Un tenedor, y una cuchara. Un cuchillo y
otro cuchillo. Dos cucharillas. Un cenicero y un palillero. Una servilleta
arrugada, o dos.
Al fin, recogió el mantel... Lo enganchó por abajo,
y lo sacudió sobre otra mesa. Allí, una pareja de estudiantes
de Química lo miró boquiabierta...
Pues todas las migajas los estaban alcanzando, sin ninguna razón
aparente.
El camarero no les dijo una sola palabra, aunque les ofreció un
cepillo para ropa, que cogió de una vitrina anexa.
La joven quiso protestar. Pero, viendo la inexpresividad absoluta del
rostro del hombre, congeló su boca. El muchacho se levantó
airado, y se dirigió a la barra. Habló con otro camarero,
por si fuera el dueño del local... Le dijo que se irían
sin pagar nada.
Los dos camareros, ambos con el mismo hielo en sus caras (los ojos que
no parpadeaban, la boca ligeramente abierta, algo elevadas las comisuras,
aunque el dibujo era amargo; las mejillas, los pómulos, quietas,
elevados; el mentón, recto... Y la mirada fija en algún
lugar que no estaba allí, que no eran ellos, que no era el bar)
se acercaron, a la puerta uno, otro a la ventana. Y se quedaron como anudados
a ambos umbrales... Como dos postes para
enganchar quién sabe qué, ni para qué.
La muchacha se asustó. Así que comenzó a llorar.
El joven quiso consolarla... Pero también lloraba él. Se
cogieron las manos y lloraron sin prisa. Lágrimas de arroyos mansos,
infinitas perlas de sal.
Todo terminó cuando sonó el teléfono. El pequeño
teléfono que ella llevaba en el bolso... Lo cogió. La voz
dijo:
-No os asustéis, habéis sido los protagonistas de nuestro
capítulo de hoy, titulado (y se cortó la comunicación)
Pero los camareros seguían sin moverse. La luz se apagó,
y todo quedó oscuro, excepto puerta, y ventana, con las sombras
de cada uno en el medio.
Cuando regresó la luz, ya nada era igual: De pronto se vieron en
la cafetería de la facultad, rodeados de gente.
Acabaron de sacudirse las migas. Se miraron perplejos. Dudaron de la realidad
del lugar... Pero allí estaba Marimar acercándose
con una gran sonrisa y las notas del último examen.
En dos mesas cercanas, pero separados y mezclados entre los estudiantes,
los dos camareros vigilaban, ahora risueños. A la espera de nuevas
historias para su bar, miraban a unos y otras,
bien atentos.
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