Unos labios
Franco Barberis [@] [www]

Me costaba observarla. Las jarras de café sobre el mueble que separaba a la cocina de las cajas, estaban tan juntas que apenas podía distinguir su boca entre ellas. Nunca había visto su rostro pero el color sangriento de sus labios era inconfundible. Conocía todas sus muecas y sonrisas. La había descubierto hacía ya dos meses a través de la vajilla del local. Ocupaba siempre la misma mesa. No había mejor lugar para contemplarla. Yo sabía que también ella me observaba. Estaba seguro aunque nunca había visto sus ojos.

Esos labios despertaban en mí una lujuria invencible que me obligaba a atravesar la barra buscándolos. La había imaginado pecaminosamente en todos los rostros y cuerpos que sus labios me sugerían y cada vez me gustaba más. Sin duda era la boca de una mujer hermosa.

El deseo se había tornado insostenible y sentía que debía hacer algo o la obsesión me volvería loco.

Fue cuando me dirigí hacia la barra del café, lo hice con un andar atolondrado, casi violento. La mirada severa del supervisor de personal hizo que me detuviera. Ya estaba ahí, sólo un paso más y conocería a la mujer que se había apropiado de todas mis pasiones. Entonces sentí temor. Hasta el día de hoy, no estoy seguro de si me asustaba un posible rechazo o el terminar con la intriga que alimentaba mi éxtasis desde el día en que la conocí. Volví a mi lugar.

Por la sonrisa apagada que dibujaban sus labios supe que se había dado cuenta de todo. Me odiaba por haberme detenido, por no haber hecho a un lado al supervisor y seguido con mi camino.
Ya era tarde. Me invadía una mortal mezcla de vergüenza e impotencia que impedía un nuevo acercamiento.

Cuando salí del bar me sentía frustrado y decidí no volver a buscar sus labios. Ésa sería la mejor solución para terminar con mi obsesión.

Así lo hice. No fue fácil. Fueron meses de cansada resistencia a la tentación que sólo podía lograr fijando la mirada en una mancha de la pared.

Con el pasar del tiempo, era mayor el esfuerzo que debía hacer para no mirar las jarras que ocultaban su figura ardiente, su penetrante mirada y provocativo andar.

Un día no pude más. Cerré mis ojos con fuerza y me mordí los labios. Todo fue en vano. Miré hacia las cafeteras. Estaban llenas y no me dejaban ver hacia adelante. Me acerqué. Un cajero sacó una jarra y pude atravesar el mueble con la mirada.

Me quedé parado durante unos segundos con la mirada perdida y la mandíbula floja, inmóvil, como un idiota.
La realidad era cruel. ¡Me odié tanto!

El supervisor me miraba fijamente. No debía estar ahí parado.

Nunca volví a ese lugar.

 

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