En un lecho, rodeada por una maraña de plantas en tiestos, palmeras exóticas y flores en jarrones, entre las débiles notas emitidas por pájaros invisibles que parecían olvidados (como si su dueño no los hubiese cubierto con la funda habitual, semejante al paño de las urnas funerarias, que las buenas amas de casa ponen sobre sus jaulas para callarlos), yacía la muchacha, inerte y desgreñada, más allá de los almohadones de los cuales había apartado la cabeza en un instante de amenazada lucidez.

Djuna Barnes