Al cuarto de arriba
Hidro [@] [www]

Ya es Junio y he recibido una carta de Alina. En ella me cuenta de sus letras, de cómo nacieron casi con ella y fueron su merienda desde niña; acompañándola hasta hoy en forma de un diario, desbordado de verbos y adjetivos, de sustantivos que pudieran estar olvidados.

La carta fue el pretexto para buscar en mi interior la fuente que tuvieron para mí las letras, y no dudé. El cuarto por el que la sombra del granado me espantaba en las noches de tormenta de siete años, mis noches de niño refugiado en esa habitación que fuera de mi tío antes de se enrolase en el ejercito. Ahí donde me escondía de nadie, salvo quizás de mí mismo y de mis fantasmas, provocando los gritos angustiados de la abuela que no acertaba a subir los doce escalones hasta el cuarto solitario de la planta alta.

Allí descubrí a los libros, que me hartaban la ansiedad de ver un horizonte más lejano al que el barrio aquel donde crecí me ofrecía. Mi abuelo, el viejo siempre para mí; benevolente casi siempre, explosivo y férreo cuando el instinto se lo mandaba, incitador incansable de las letras, que recitaba a poetas de su tiempo, de su mundo, de sus conquistas de juventud, de sus rebeldías. Él, Mauro, repetía con orgullo cada tarde mientras leía bajo el granado, que nunca pasó del segundo grado de primaria y en esto había un reclamo “Prieto, lea mucho, en los libros está el mundo. Nosotros que somos pobres  a lo mejor nunca lo vemos, nomás en los libros, tenga, lea éste, siéntese aquí conmigo...”.  Y me entregaba a  Kippling y me iba a vagar por las selvas que yo empezaba a creer que existían. Más tarde, cuando el tomaba su siesta de dos horas, era que yo escapaba al cuarto aquél, y ahí, descubrí primero a Edgar Rice Bourgos, y me cansé de tarzán hasta el punto de casi olvidar a Edgar, pero apareció “Una Princesa de Marte”. Después vino Dumas y Salgarí y la abuela gritando desde el piso bajo “Hijo”, “Prieto”, “Dónde te has metido” Y yo tiraba por la ventana entreabierta un “ya voy abuela” que caía levemente sobre su cabeza de algodón haciéndola girar a uno y otro lado como diciendo “no”.

Un día partí de la casa de los abuelos, tenía nueve años, once meses y catorce días; entonces las visitas a aquel cuarto se convirtieron en las vistas de verano, de mis catorce o quince, al reencuentro con las letras, con los libros acomodados sin un orden especifico pero perfectamente ados en estantes, tal y como los había dejado el tío en aquel cuarto que olía a ausencia de él, pero que cada vez era más mío.

Así un verano, descubrí que Salgari había quedado atrás, que tenía que otear por otros pastas, no tan vistosas pero que podía guardar secretos tan jugoso como los que me alimentaron los sueños años antes. Y ahí, entre el Manual de Guerra Irregular y algunas revistas del Readers Digest, me encontré con Juan Rulfo, el viejo se me apareció en letras y me invito a traspasar un horizonte distinto a los que había transgredido hasta hoy, el del tiempo, y era distinto porque la Princesa de Marte de Rice Burgos estaba más allá de lo que para mí, en ese entonces, era posible. No, Rulfo me llevó a un pasado más cercano, a palparlo en las calles del pueblo aquel, casi pueblo, donde las casas eran de adobe pelado y el aire denso de polvo y de fantasmas. Con Rulfo reconocí los ritos y los móviles de la gente que conocí en el campo cuando niño, en mi particular llano que se moría en llamas. Con él conocí a la muerte, que me era tan extraña aun a aquella edad. Con él y con los poetas que recitara mi abuelo, y con los que nunca recitó pero que se hallaban ocultos en aquel cuarto, mirando al granado en una noche de tormenta, fue que me di cuenta que el niño que había en mi, empezaba una muerte lente que nunca habría de terminar.

 

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