El faro
Ziota [@] [Ziota]

Desde cualquier parte observaba con los días el cambio de colores que el horizonte colocaba para mis ojos. Unas tonalidades pastel o tonos mucho más rojizos o tonos grises o filtros de lágrimas que ante mis cuidados, hacían acrisolar las escamas del matiz para mi. Calma en la tormenta, agitación a la luz poderosa de un sol radiante arropado del azul, como fondo, de unas nubes esponjosas.

Mi universo en continuo movimiento.

Allí, como estructura heroica y desafiante, estaba dominando El Faro.

De edad apenas calculable, imponía su presencia desde lo alto de las rocas, tan aislado del resto como yo; tan perteneciente como yo, tan insolente. Nos conocíamos en exceso y aunque jamás nos deseamos, no éramos ignorantes el uno del otro. Acariciaba su armazón con suaves corrientes, introduciéndome, en ocasiones, hasta dentro de su propio esqueleto jugaba con los sonidos y los ecos de esta forma tan vacía y a la vez tan completa. Apreciaba sus formas rectas, descascarilladas y las agrestes pintadas de su exterior, la magia de sus lentes y espejos en continúa rotación.

Durante el día, apenas vigilante, se limitaba a albergar visitas humanas que constataban su nomológica presencia en aquella parte de la costa. Olvidando tiempos anteriores, cuando los faros eran más necesarios que arcaicas formas desafiantes de pretéritas conquistas marinas, su imperio estaba obsoleto, como el de tantos otros, y revivía tan sólo en los cascarones de los bastimentos hundidos bajo la inmensa tela de las olas.

Cada noche, cuando la tranquilidad tomaba forma a su alrededor, las hadas y duendes hacían de esta entidad una sala de juntas en la que discutían sobre temas poco comprensibles para los mortales: ¿Cómo aclarar el verde de las hojas? ¿Quién formará los hechizos de niebla cada mañana? ¿Cómo sancionar a las hadas enamoradas de delfines? ¿Por qué algunos duendes no dejan dormir al hombre que protegen?. Pero llegado el momento El Faro chirriaba, empezaba casi a retorcerse. Yo comprendía perfectamente que comenzaba a estar harto y me acercaba con fuerza. Hacía volar las diminutas arenas de la playa hasta convertir la noche en una malla dorada con mis aires de empeño. Los reunidos tomaban nota del caso, cerraban el acta de la asamblea y empezaba la gran fiesta de todos los sueños.

¡Hasta los peces corrían para ser engullidos por los allí congregados!

Todo terminaba con la obligación de brisa que marcaba mi código, los vientos también tenemos compromisos que acatar.

La noche anterior El Faro me habló:
- No dejes de hacerme cosquillas, es la única forma de creer que sigo vivo, y diciendo esto apagó su luz, empezaba el día.

 

 

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