¡Qué corte!
Javier [@] [www]

Era la Nochevieja del 9... y nos vestíamos para salir a cenar.
En realidad yo llevaba un buen rato vestido y fumaba esperando que mi mujer acabara de arreglarse. Como solo hacía dos meses que planeábamos aquella salida, el momento la había pillado por sorpresa.

En eso, vino hacia mí con lo que me pareció un termómetro y, sin decirme nada, me lo alargó. No sé cuantas veces tuvo que explicarme lo que significaba aquella rayita azul. ¿Embarazada? ¿Que quería decir con eso?
Cuando conseguí volver a respirar solté la pregunta mas estúpida y usada por los hombres: ¿Cómo ha sido? Tuvo el detalle de no entrar en pormenores.
Había mas chismes de aquellos, tres o cuatro, y todos con su rayita azul.
¿La fiesta de aquella noche? Supongo que estuve allí. Vagamente recuerdo que dimos la noticia a los amigos, que hubo abrazos, besos... o no fueron besos y alguien tuvo que hacerme el boca a boca, no sé.

Así que, tres meses después de nacer el pequeño "despiste" de tres kilos y pico, decidí hacerme la vasectomía. Me hizo el urólogo unas cuantas preguntas rutinarias, se aseguró de la firmeza de mi decisión, y entró en materia. Sacó un mapa del "terreno de operaciones", a color y con todo lujo de detalles. Con un abrecartas (¿era preciso?, ¿no podía usar un bolígrafo como todo el mundo?), me fué señalando qué iba a cortar y qué anudar. Yo ya no sabía como ponerme en la silla. Con mi decisión algo menos firme, acordamos la fecha de la operación.

En el hospital, la sala de espera estaba abarrotada. Unos pocos hombres, algo pálidos, permanecían sentados con las piernas cruzadas fuertemente. El resto eran madres, esposas, amantes, y hasta creo que algún confesor. Solo faltaba un notario para dictar últimas voluntades.
Como yo había acudido solo, mi autoestima subió varios puntos. Dos minutos me duró.

Debido al nerviosisimo se conversaba en voz alta; demasiado alta.
De un empujón, se abrió la puerta del quirófano y salió la doctora: metro ochenta de cirujano, rubia y con ropa verde a lunares de sangre. Mira, he visto a sargentos chusqueros abroncar con mas delicadeza. Impuso silencio a la voz de "¡ar!", nos llamó de todo, y mientras se retiraba añadió: No les gustaría que me distrajese mientras trabajo, ¿verdad? No se volvió a oir ni un suspiro. Si en ese momento llega mi turno, la doctora hubiese tenido que empezar por quitarme las anginas.

En eso vi a mi médico. En un aparte le pregunté, -temiéndome lo peor- si aquel era mi quirófano. Dijo que sí, que no había otro, y que la doctora L. era muy buena. ¿Buena? ¿Aquello era "buena"? Trató de tranquilizarme. Dijo que él estaría también allí dentro, con los demás. ¿Con los demás? ¿CON LOS DEMAS? ¿Qué era, el día del espectador? Allí dentro solo faltaba un colegio de visita.

Ahorraré pormenores escabrosos. No tuvieron el detalle de hacerme desnudar. Ni de cintura para abajo, siquiera. Bastó con bajarme los pantalones hasta los tobillos y tumbarme en la camilla. El urólogo, una vez más, se empeñó en narrarme lo que iban haciendo. Parecía como si retransmitiese un acontecimiento deportivo. Solo faltaba que los mirones hiciesen la ola.

Una vez acabado y puesto en pié, me preguntó la doctora cómo me sentía. ¡Por favor!, estaba de pie con la titola momificada y los pantalones en los tobillos, ¿cómo me iba a sentir? ¡RIDICULO!
Pero no era eso.
Quería saber si me dolía "la cosita" (sic). ELLA, ella si que sabía cómo agradar a un hombre. ¿Era necesario el diminutivo? La madre que...
Me subí los pantalones como pude, salí caminando como un viejo cow-boy, paré un taxi y volví a casa.

-¿Cómo ha ido?, preguntó mi mujer.
-¡Vaya!
-¿Pones la mesa, por favor?

La puse. Y, ¿qué quieren?. A alguien se lo tenía que contar, ¿no?

 

 

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