Tierra Extraña. Ella Extraña
Lex_Luthor [@] [www]

La cortina blanca dibujó sombras fantásticas cuando entró la brisa abriéndose camino hasta su boca.

- Es falso -pensó- que no se respira por la boca.

Y luego se quedó pensando en la extraña sensación de aquella nítida mañana, cuando el maestro de danza se impacientó y le soltó su eterna perorata de la postura, los tiempos y la maldita hija de su mami que se metió a bailar sin tener talento.

No se detuvo en ello. Estaba demasiado acostumbrada a esa odiosidad perfeccionista, a la intolerancia y las palabras crudas que salían de su boca, a las miraditas y cuchicheos de sus compañeras. En un tiempo había estado enamorada de él, como se había enamorado de cada hombre que veía más de tres veces por semana. Estaba en esa edad difícil, donde se es demasiado voluble, demasiado entusiasta, demasiado obvia. Se impacientaba; ¿cuánto tardarían en crecer sus senos? Sus caderas aún no se ensanchaban. Olía a aula, con esas ojeras oscuras que, junto a sus largas siestas los fines de semana, le parecía que delataban sus primeros juegos en una zona cercana al bajo vientre y más cercana aún a la vergüenza, pues, como toda adolescente en esos años, creía ser la única en su especie que gozaba de sentir su propio tacto. A veces venía a su memoria la mujer que fumaba en la esquina. Nunca pudo mirarla a los ojos; su mirada era atrevida, todo lo contrario de sus ojos, de su timidez y de su acné. Se preguntaba cuántos trucos conocería una mujer así. Se veía a sí misma con el vestido rojo y la mirada fría, los extraños de la plaza la miraban, luego la tocaban, y al fin siempre quedaba sola con el profesor de danza en medio de sus gemidos y la soledad de su juego.

Si te gusta esta pintura, o quieres ver otras de este autor...  ponte en contacto con él por mail Pensó en él hasta que su rostro fue suplantado por la imagen de sus propios pies que, por un instante, se posaron como una delicada mariposa en el centro mismo de la nada. El piso de madera lustrada se había transformado en un delgado hilo que apenas si tocaba con la punta de sus dedos. Ya no le importó que él la mirara, ni le importó sentir que todas la miraban en silencio. ¿Cuánto duró aquello? Ninguno de los que allí estaba lo podría decir. ¿Segundos, siglos?. En un momento cobró conciencia y supo que estaba bailando, es decir, bailando de verdad, y entonces despertó. Las palabras del profesor la apremiaban a regresar, a volver a entrar en ese mundo, pero no pudo. Y luego, aquella tarde a la salida, él la había buscado con un brillo extraño en los ojos para decirle que había notado aquél precioso accidente; que él la había visto en ese otro mundo, que había visto el hilo y al gimnasio desaparecer tragado en el limbo, y había contemplado sus pies, que durante cuatro pasos habían tocado al fin el país de la música. Sin embargo, no lo esperó; salió corriendo sin explicarse por qué. Tal vez intuía que no debía hablarse de ello, que cualquier palabra estaba demás. “¿Has visto, has visto? por fin entiendes de qué se trata”. Huyó, no quería oírlo, había por fin cruzado con todo su cuerpo hacia aquel mundo mítico del que tanto había oído hablar a los maestros de danza.

Una tarde la esperó a la salida de clases. Ella no se asombró, sólo caminaron en silencio hasta un sórdido edificio que le parecía conocer de siempre. Una ventanilla, dinero, llaves, una voz extraña: “la dieciséis”. Puerta, ducha, un forcejeo, otro, gemidos, otra ducha y volvió a ser una niña. “Debes irte; podrían sospechar”, “no le digas a nadie”, “¿tienes dinero?”, “cuídate, y ni una palabra, ¿entendido?. Buenas noches”. Luego la voz de su madre. “Llegas tarde”, “Alicia, ¿pasa algo?”. Tuvo deseos de llorar, de confesar. “¿Qué tienes?”, “nada” y su voz le supo extraña, como todas las voces.

Descubrió con asombro que sus senos no habían crecido en la mañana, que sus caderas no se habían ensanchado, y que pasaría mucho tiempo antes de que volviera a sentir deseos de tocarse. Nada más un dolor entre las piernas, entre sus nalgas, las rodillas y un moretón en la muñeca.

Todo aquello lo había borrado el oleaje de los días, todo, salvo la emoción de su desnudez, de su transformación invisible, que ahora le permitía mirar a la mujer de rojo sin bajar la vista.

Había cruzado sola el umbral, tal como ese día en el gimnasio, cuando caminó con su alma sobre el abismo, y luego ese otro abismo hecho de carne y fuego, mirándola de frente, entrando en ella, entrando en ella para siempre.

Respiró.

Las demás niñas fingían conocer los secretos de la danza y de los hombres, cuando ninguna de ellas conocía a uno u a otro en realidad. Fue dolorosa la separación, pero la puerta se cerraba a sus espaldas. Se volvió retraída e irritable, se impacientaba al oírles hablar y abrir los ojos ante cada cosa que decían las más grandes. Ellas hablaban, y ella, sin que nadie lo supiera ni pudiera saberlo jamás, había llevado todo su cuerpo a ese lugar. Ellas seguirían creyendo que el camino hacia los sueños era una pista donde había que correr siempre hacia delante, pero no lo era, no lo era... primero había que detenerse, espalda erguida, hombros atrás, mentón arriba, luego un suave paso hacia delante, brazo, flexión, paso al lado, mano abierta hacia fuera y al pecho, pié, dos, uno, dos, adelante, izquierdo y al otro lado, derecho atrás, giro...

Bailaba, es decir, recordaba, y la cortina henchida de brisa la invitaba a navegar, muda y brillante, en la ventana.

Se detuvo. Dejó escapar el aire con los ojos cerrados, y sus brazos, abandonados como alas, se abrieron en busca de algo tan frágil, pero tan frágil, que con sólo mirarlo se desvanecía. Ahora sabía que esas delicadas criaturas se llamaban sueños, que los sueños provienen de aquella región indefinible, y que, de todos sus recuerdos, el día en que descubrió el camino siempre volvería fresco, como si acabase de ocurrir.

Afuera, un perro comenzó a cantar: “dicen que eso pasa porque en aquel país no existe el tiempo y que, por eso, quien lo ha visitado nunca olvida. Dicen que una vez que se ha llegado, se tiene la sensación de haber pertenecido siempre a sus praderas. Dicen que cuando se conoce aquella tierra sin tierra, se debe regresar; pero dicen también que muchos nunca vuelven a verla y otros tantos se extravían”.

- Manuel... Manuel...

Y un ave de fuego blanco y eterno la envolvió
como si quisiera protegerla de las sombras.

 

 

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