Cuatro ReQuiebros
La India Maquinista de Tren [@] [LIMDT]

Polla, Picha, Verga...

Polla, picha, verga, cuca y no sé cuántas más palabras que designan el sexo masculino constan de género gramatical femenino. Mientras que coño, chocho, jopo y no sé cuántas más, presentan género masculino. Hay quien dice que no se debe confundir el género de las palabras con el sexo de las personas, pero, puestos a pensar, quizá los sexos estén invertidos.

Descubrimientos a traición

El pobrecito pez de la pecera tenía el lomo -¿tienen los peces lomo?- naranja con algunas manchas negras, demasiado grandes para su pequeño cuerpo, que no pocas veces me preocuparon por su salud -¿podrán los peces desarrollar melanomas o túneles de enfermedad similares?-.

El pobrecito pez nadaba en unas aguas que desde el principio estuvieron muy sucias, muy sucias de encierro y de crueldad humana. Pequeña y miserable era la pecera, de plástico, casi como un tupper -¿se escribirá esto así?- de ésos en los que se meten las tortillas pachangueras.

¡Qué pena del pobre pececito rojo! Más tarde el agua se llenaría de sus propias suciedades depositadas sobre unas ridículas piedrecitas pintadas de colorines sin que pudiera él evadirse de ellas y me imaginaba yo que debía de ser aquélla la peor condena posible: nadar en tu mierda. Imposible sería transmitir los encogimientos que me causaba ayudar a cambiar el agua del pobrecito pez, viéndolo voltear desde un recipiente a otro, nervioso él sin entender qué le hacían no sabía quiénes. Pobrecito el pez al sentir yo en la yema de mi índice su piel resbaladiza y escamosa. Pobrecito mío al sentir su fragilidad en las honduras del alma. ¡Qué malos bichos y qué mezquinos somos los humanos! Siempre fastidiando al prójimo, a cualquier prójimo. Y el pobre pez que es devuelto a su tupper-pecera de paredes rayadas de plástico y en medio de su desconcierto se agita y nada y se cimbrea ayudándose de su resuelta cola.

Y los abismales humanos, desproporcionados en nuestro tamaño en relación con el pececito, acercamos unos rostros deformados para mirarle los ojos -el ojo- e intentar saber lo que piensa. ¡Este pececillo tiene que estar estresado! Gracias a que la suerte de los desgraciados muy pocas veces cambia, la vida de nuestro pez es hoy otra. Me han dicho que, avezado, recorrió muchos kilómetros en coche para dejar vacía y seca su pecera e insertarse en un acuario, en una sociedad de peces. Supongo que seguirá comiendo esas apestosas laminillas que Dios sabrá lo que son y que al pobre pez no le volvían loco, tan parco en comer que yo pensé que sería estoico por convicción. Pero supongo que ahora podrá nadar en círculo si lo desea y dejará de hacer aquellos largos obligados cuando las siempre fastidiosas caras humanas se asomen a su intimidad pública.

Quizá, sólo quizá, también tenga tesoretes de juguete que descubrir en su nuevo domicilio.

La boca del pez

La sra. Tobarra me contó el secreto de aquella mujer que pasaba los días en el Museo de Conservación de las Especies Marinas: se enamoró de un pez alado, naranja y rocoso, de enormes y hermosos ojos tristes. Le miraba la boca entreabierta a través del cristal del acuario y creía morir de deseo.

Sólo en sueños era ella

Sólo en sueños era ella. Lo demás podía ser un tibio pasar el rato, el rato de la vida. Sólo durmiendo soñaba lo que era y se reconstruía en una esencia más real, más acorde. Soñaba trapacerías, a veces cosas que hubieran parecido inmundas o atrevidas. En sueños era un Dorian Gray cualquiera, embozado por los barrios bajos, a la búsqueda de opio o muchachos hermosos. De placer. Después soñaba despierta con volver a soñar dormida. Ese momento... el único momento de vida más vívida, más aprovechada. Lo demás no importaba, las horas del reloj... No podrían quitarle los sueños, nadie podría hacerlo sin quitarle también la vida, la sangre. Ése era su único consuelo. Soñar y huir, y convencerse de que la realidad de todo estribaba en lo que soñaba, porque en el interior de su mente era más ella que fuera. Mucho más, sin duda.

Ella no podía ser esa persona aburrida exterior, eso habría sido un insulto, demasiada vulgaridad para su espíritu. Una vez soñó que era bígama. Había estado en la Gloria Bendita entre los brazos de dos hombres, echados los tres en infinitos tejidos brocados. Ellos eran como gatitos, la miraban pidiendo cariño con los ojos y ella les correspondía alternativa y pausadamente, sin romper el orden. Los besaba en la boca y les chupaba los labios, la saliva como tinta recorriendo los contornos con la lengua, yendo de un gato al otro, de un hijo al otro, repartiendo su amor con tanta generosidad como haría una madre, hasta el momento en que notaba una mano que la reclamaba y se desplazaba a la otra boca, al otro cuello... Chupándolos, marcándolos... Oh, mis hijitos, mis hijitos queridos. Despertó contenta, todavía con sensación de besos y lenguas, y pensó que por qué no. Reflexionó sobre esas absurdas imposiciones: la renuncia, quién ha impuesto la renuncia, ella era capaz de amar en duplicado, en triplicado, incluso en múltiplo. La monogamia. ¡Ay!, infeliz idea. Dos pechos, uno para cada hijo, el gusto de combinar. Sin renuncias. Si desde el día y la noche todo anda con su antagónico, ella deseaba amarlo todo. La Luna y el Sol, el mar y la laguna, los tallos verdes y sus flores, la costumbre y el riesgo. Dos hemisferios, dos ventrículos sonando a un ritmo doble. Un joven y un viejo, un gordo y un flaco, un científico y un humanista, un barbudo y un imberbe, un tranquilo y un apasionado... Lo único que no deseaba probar era un idiota o un impotente. Esa experiencia podía resultar tan vulgar como la práctica cotidiana de subsistir.

 

 

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