El sol que amaba a la flor que amaba a la luna [portugués]
Palmi [@] [www]

El sol vio nacer aquella flor, una mañana clara de domingo, de cielo muy azul. Flor pequeña y frágil que por su delicadeza, se destacaba en aquel inmenso jardín. Se deleitó toda la mañana observando el espectáculo del florecer. Pasó horas preparándose para salir, y cuando finalmente tuvo el coraje, ¡cuan hermosa se revelaba! Estaba al mismo tiempo asustada y curiosa. Observaba todo con ojitos sedientos de novedades. Rió gustosamente cuando sintió el primer viento soplándole en los pétalos, y batió las palmas de alegría cuando vio las mariposas y los pájaros, que volaban en acrobacias para darle los buenos días.

Y él, Sol todopoderoso, sentía una atracción inexplicable por aquel retoño nacido de la hermana tierra. Pensaba en quién le protegería de los males del mundo, si estaba tan sola. Durante el día, convocó a sus hermanas nubes para protegerla de sus fuertes rayos. Pero no permitía ser cubierto por completo, quería seguir cuidando de ella.

Aquel día, el Sol demoró para ocultarse, retardo cuanto pudo su partida, pues sentía ganas de seguir contemplando la flor, a la que él ya llamaba "suya". Pero tenía que irse, y su vuelta por el otro lado del mundo fue particularmente larga. Estaba preocupado por ella ¿Cómo estaría pasando su primera noche en el mundo?

Luchando contra las leyes de su madre Naturaleza, se adelanto unos minutos en aquella nueva mañana, estaba desesperado por ver que todo estaba bien. Y que gran alivio sintió al despuntar el horizonte, al lanzar sus ojos que todo lo alcanzan, y percibir a su flor adormecida y en paz, intacta, aun más bella que el día anterior. Con enorme placer asistió a su despertar, y brilló un poco más fuerte para ella, librándola del rocío de la mañana.

El sol estaba irremediablemente apasionado. Todos los seres de la naturaleza percibían que ahora el pasaba los días brillando de forma menos intensa, porque no quería dañar los pétalos de su amada. Suspiraba de amor, provocando un viento caliente sobre la tierra. Los crepúsculos eran ahora aun más tristes, en tonos de rojo, como si  Sol luchara por quedarse un poco más. Y las auroras mucho más alegres, iluminadas, Los pájaros eran los ministros de su inusitado amor, soltando trinos melancólicos en el crepúsculo, como canción de despedida, y como acordes de puro júbilo cuando se anunciaba la aurora, trayendo al Sol enamorado. Los días de lluvia, cuando las hermanas nubes eran más fuertes que él, pedía al ruiseñor que avisara a su flor que nada temiese, pues, aunque pareciera estar lejos, él estaría pronto ahí, por detrás de las nubes, mirándola por alguna rendija. Que no tuviera miedo de los rayos y los truenos, pues todos sabían que ella era su protegida y por eso nada harían que pudiera maltratarla. Y la flor, sintiéndose amparada, aprendió también a amar a la lluvia que la refrescaba.

El sol la amaba más y más cada día, y la flor disfrutaba lo más que podía ese gran amor. Correspondía tornándose más bella con el tiempo, para alegrar a quien tanto la amaba. Tenía por compañeros a los bichos del jardín. Las mariquitas, las lagartijas, las cochinillas, las mariposas y las temidas hormigas, que no se atrevían a herir a florcita, pues temían ser alcanzadas por la venganza del sol. Y además tenía al viento, que danzaba por ahí, o e enroscaba en sus hojas, provocándole risas de felicidad, que provocaba escenas de celos de parte del Sol, que soplaba uno de sus suspiros quemantes, espantando al viento fresco... Con los pájaros se divertían aprendiendo sus canciones preferidas, organizando recitales para todo el jardín, para honrar a su protector el sol.

Y así vivía florcita; de día se mostraba para su amante, por las noches dormía y soñaba con él. Y el sol vivía feliz tocando son sus rayos los pétalos de su amada. Cuando partía, dejaba tropas de luciérnagas muy cerca de ella, para cuidarla y que no tuviera tanto miedo. Y la flor dormía en paz.

Pero una noche fue despertada por un viento gélido, que le erizaba los vellos del cuerpecito. Abrió sus ojos, llamó a sus amigas luciérnagas y les preguntó qué pasaba. Las luciérnagas contestaron que se trataba de la llegada de Luna, reina de la noche. ¿Luna? Quién era esa, tan petulante que se atrevía a despertarla de sus sueños. Sus amigos le dijeron entones, que desde su nacimiento, Luna brillaba todas las noches, pero que esta noche era especial, pues ella venía en su forma más amplia, más completa. Era la Luna llena, con todo su encantamiento, trayendo con ella todo el romanticismo de los amantes y la capacidad de amar de los poetas. El viento anunciaba su llegada triunfal, provocando escalofríos en todos los seres de la tierra.

La flor miró al cielo, y notó una fuerte claridad por detrás de algunas nubes. Y entonces, poco a poco, más lentamente aun que el nacimiento de florcita, la luna fue revelándose... saliendo lentamente de su escondite, esplendorosamente bella, arrancando el aplauso de las criaturas nocturnas.

Fue la primera vez que asistía a un espectáculo de tan rara belleza. Estaba ahí, parada, boquiabierta, sin poder decir nada, arrobada por el encantamiento. ¿Por qué el sol nunca le había dicho que existía en el mundo una criatura tan bella como Luna?

La flor fue apasionándose por Luna, y cambió el día por la noche. Pasaba las noches admirando el regreso de Luna al cielo, y los días en suspirar por ella los pocos momentos  en que estaba despierta. Lloraba desconsoladamente  en los periodos de luna nueva, cuando la buscaba y no la encontraba. Sufría también en los periodos de luna creciente, cuando se mostraba tan fría e indiferente. Las noches en que ella surgía llena y bella, era la alegría del mundo, y la flor no cabía en si de tanta felicidad.

En el periodo menguante, cuando Luna anunciaba su partida, la flor se desesperaba pensando en como serían tristes las próximas noches. Lloraba e imploraba para que ella se quedara un poco más, para que no se fuese. Pero Luna, en lo alto de su orgullo no entendía, y partía sin mirar atrás. Sabía que, sin importar el tiempo que se ausentara, la flor estaría ahí Y así sucedía. Igual en las noches de luna nueva, cuando flor sabía que Luna no aparecería, ella esperaba, despierta, mirando al cielo con la esperanza de que Luna la extrañara y volviera.

¿Y el Sol? ¡Ah, el pobre Sol...! Sin saber lo que pasaba, pues ninguno se atrevía a contarle, se desesperaba pensando que estaba enferma. Percibió algo extraño después del primer día, al llegar y encontrarla en un sueño profundo, que se prolongó hasta el mediodía, como si no hubiera dormido en toda la noche. Y continuó notando los cambios, cada vez más preocupado. Su flor no era más la misma. Pasaba los días con una tristeza infinita, y se sonreía, era una sonrisa de melancolía. Si los pájaros se animaban a cantar, eran canciones profunda congoja las que salían de su boca. No se alargaba más con la danza de las mariposas, ni con los pájaros, ni con las nubes. Estaba siempre ansiosa y se mostraba un poco mejor cuando sentía el viento frío anunciándola llegada de la noche. No sentía más placer en sus conversaciones con el Sol, y cada día dormía más y más, sin animo para la vida diurna.

El sol, fiel como siempre, procuraba que el reposo de su bella fuera pleno. Pedía música suave a los pájaros para guardar sus sueños y lluvia fresca a las hermanas nubes cuando el calor amenazaba el bienestar de florcita. Los pocos momentos en que ella abría sus ojos, veía a su fiel guardián observándola desde lo alto, y sonreía tristemente, pues también amaba al Sol, ella era agradecida y no quería causarle tanto sufrimiento a él. Pero qué culpa tenía si amaba tanto a Luna, si no conseguía luchar contra un amor tan fuerte.

Y llegó el día en que en que la flor no abrió más sus ojos para el Sol, que desesperado, pensando que su flor moriría, gritaba como loco. Y lloraba suplicando que alguien le explicaba lo que sucedía. Una luciérnaga, apiadándose de él, le contó todo lo que había pasado desde que florcita vio por primera vez la Luna llena. El Sol se quedó perplejo ¡no quería aceptar lo que oía! Sintió un dolor tan profundo cómo jamás sentiría en su larga existencia, y emanó calor intenso, de puro sufrimiento, sofocando a las criaturas terrestres. Todo era quemante, quemante como el dolor que laceraba su corazón.

Pero fue la última vez que esto aconteció. El dolor lo enfermaba de forma tal, que cada día brillaba menos. Ya no veía sentido en nada, no sentía alegría, no tenía fuerza ni motivación para extender sus rayos sobre la tierra, que así, se tornaba más y más fría, perjudicando a todos los que en ella vivían.

La flor ahora era la Dama de la Noche, que solo abría sus pétalos al oscurecer, exhalando un perfume mágico de amor, que era entonces esparcido por el viento, embriagando a todos los amantes del mundo. Nunca más el sol tuvo el placer de una mirada o una sonrisa de su flor tan amada.

El Sol cada vez más débil, la Tierra cada vez más fría. Fue en ese momento que la madre Naturaleza, en su incomparable sabiduría, decidió intervenir. Después de mucho pensar, hizo nacer en cada rincón de la Tierra un campo de flores amarillas, tan exuberantes que serían capaces de hacer olvidar al Sol a su flor ingrata. Esas flores nacerían con el único propósito de rendir homenaje al Sol, siguiéndolo con la mirada, desde el amanecer hasta la hora de su partida. Y como esos campos se extendían por toda la tierra, jamás el Sol estaba solo, jamás. Por donde lanzase su mirada, estaría sus fieles flores, que tenían ordenes expresas para despreciar a la Luna. Cada una de esas flores fue bautizada como Girasol.

Así, el Sol fue aprendiendo a convivir con el dolor. Con la ayuda de sus girasoles, las heridas de amor comenzaron a cicatrizar, y todo fue volviendo a la normalidad. Ya conseguía brillar más intensamente, entendiendo que era responsable de tantas cosas, que todos necesitaban su calor para vivir. Claro que cuando pasaba por el jardín donde dormía su amada, dirigía a ella una mirada y sentía una punzada de dolor. En lo profundo, en lo más profundo, aun sentía la esperanza de verla libre del hechizo de la Luna, de tenerla nuevamente con él, de recibir su mirada y su sonrisa.

Mas eso nunca aconteció. La Dama de la noche era de la Luna, sólo de ella y de nadie más. Hasta hoy perfuma las noches de los amantes, se alegra de la compañía de la Luna y llora su ausencia. Y de cada lagrima derramada, una nueva flor nace, trayendo más y más amor al mundo...

 

 

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