Eduardo y Carlos
Adriana Pérez [@] Foto | José Alberto Ubierna [@] [www]

Se quitó la sonrisa que llevaba pintada. Los parches blancos y rojos, la pintura de bajo las cejas. Se quitó también la nariz, y respiró con insistencia...
- Uhm, aire entrando amplio, por fin, en mi verdadera nariz. Le dijo a la cara que, junto a la suya, se reflejaba en el espejo del viejo camerino.
La cara, la otra, era la del enano que solía anunciar cada actuación  de El Gran Circo Circular. No se inmutó ante el comentario.
En silencio las dos caras, los cuatro ojos cruzando miradas rápidas, comentario suficiente para comprender...

Eran trece años de escena juntos. Círculos, giros, vueltas bajo la carpa. Las sonrisas de tantos niños mezclándose en sus recuerdos. Sonrisas que, fuera de la escena, recuperaban en su cerebro para poder continuar. Por eso, el payaso repitió:
- Uhm, respirar.
Y lo hizo para escuchar todas las risas.
Y las risas se movían, como cascabeles en una  noche silenciosa, dentro de la cabeza libre de pinturas.
Y la boca del payaso dibujó una curva mucho más grande que la máscara recién suprimida.
- Los ojos de aquella niña  -dijo de pronto- la que estaba en medio de una pareja de ancianos, en la segunda fila, sabes, eran los más hermosos de esta tarde.O de muchas tardes. Y cómo se  reía, pequeña y feliz dentro de su  humilde vestido. Feliz, ella era feliz, Carlos... ¿la recuerdas?
Y Carlos contestaba como tantas veces, con las mismas palabras casi, algo así como:
-Por supuesto, Eduardo, cómo voy a olvidarla. Además dijo tu nombre. Pude leerlo desde el borde de la pista.
Y Eduardo mantenía de este modo el tintineo musical, la risa dentro de su risa, la imagen de aquella niña inventada, detrás de los ojos que nunca la habían visto.
Carlos, mientras tanto, lo ayudaba a quitarse el vestido ceñido.O recogía los útiles del maquillaje. O permanecía mudo ante el espejo, simulando un retrato con su amigo, foto diaria de familia.
Ajenos al resto de los compañeros del circo, en esos momentos posteriores a cada función... Como dos sombras que, procedentes de algún lugar sin cuerpo, visitaran el espejo para huir de sí mismas -- y las sonrisas, mientras, cascabeleaban en Eduardo, indiferentes para Carlos.
...Sí, se había quitado ya toda la pintura, como todas las tardes después de cada función
Y miró sin ver a su buen amigo Carlos, a través del espejo de todos los días. Y escuchó las risas, pero... Pero cuando iba a encender los ojos de la pequeña espectadora; cuando ya su cara embelesada esbozaba una sonrisa, entonces... En ese momento y en ese día, apareció una liebre huidiza que volaba, y, tras girar  por  todo el escenario, partió veloz y transparente por el aire, hasta atravesar la carpa y desaparecer a su través...
Y la rutina regresó como siempre:  Carlos y él se iban a cenar,  como todos los días. Y no sonaban, ya, las sonrisas infantiles.  Ni los ojos. Como todas las noches cuando el rito de desvestirse y desmaquillarse finalizaba. Sí, como todas las noches después de la función.

 

 

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