Tía Reme, la pura Ceferina y el taimado Esculapio
Dagoberto Segovia [@] [www]
« [...] Los implicados fueron capturados al norte de Morazán, cuando intentaban cruzar la frontera con Honduras. De ser declarados culpables podrían enfrentar la pena máxima.»
El Vespertino, 30 de diciembre.

María Ceferina Caledonio había cumplido treintisiete años la víspera del día de reyes, virgen y pura como al nacer, y era José Esculapio Lara su sombra desde hacía quince. La seguía a donde fuera, implorando como perro necesitado los besos que la ingrata le negaba con desdén. La gente se burlaba, pero el amartelado no cejaba en su empecinamiento. Un día de tantos, la Cefe le confesó que por promesa hecha a su madre antes de palmar, no podía ni siquiera pensar en encariñarse de hombre alguno, y que quien velaba por que el compromiso se cumpliese era su tía Tremebunda. Esculapio no durmió más y el suicidio le acosaba a cada instante.

En la vela del decimosexto aniversario de acoso, tía Treme escuchó ruidos en el patio de la casa, «los chanchos deben estar retozando»,  se imaginó. «¡Qué putas!», era Esculapio el que estaba colgado del palo de icacos y no soportaba el gran mecate que se había amarrado al cuello. «¡Que hacés criatura, por Dios!», exclamó la tía Treme tremendamente obnubilada. «Me quiero matar, tía», le contestó Escu escurriendo excremento por todos lados.
-¡Ceferina!, ¡Ceferina!, ¡vení a ver a este hombre, vos!- gritó la tía Bunda desaforada.
-Ayúdeme a bajarlo, tía, y búsqueme la manguera para lavarle la caca... No he visto hombre más puerco... y más amaricado ¡Virgen pura!.
Entre las dos lo bañaron, le pusieron las ropas de un finado amante de la tía y le prepararon un brebaje de los recetados por la Hermenegilda tecolota, para contenerle la cagalera.
-Ahora decime, gran pendejo, ¿qué diablos hacías colgado de ese palo? -increpó la Treme- ¿Acaso no  tenés bien puestos los cojones?
Esculapio se encogió y con la barbilla sobre el pecho le confesó: «Es por el amor de esta mujer». Y comenzó a gimotear con desconsuelo.
-Ya entiendo... ¿y vos? ¿qué decís de esto, pasmada?
La ingrata sintió un remolino helado entre las piernas y se confesó.
«Yo también quiero a este indígena torpe... pero debo cumplir con mi juramento, tía».
-¿Por qué no hacemos una cosa? -sugirió la tía Treme con aire de complicidad- yo le puedo dar chance a este imbécil para que te venga a ver noche a noche, pero con una condición: se me sentarán uno a mi izquierda y el otro a mi derecha, no podrán tocarse ni las manos y yo voy a controlar la conversación. Y vos, estúpido, me vas a cargar el hilo para tejer y me darás en la boca los pastelitos de chucho. Y como no pienso morirme todavía, creo que se van a tener que aguantar... mientras yo viva, quizá solamente ebria me podrían faltar al respeto -y se carcajeó como chumpipe retozón, moviendo de arriba a abajo su gran vientre de vaca marina.

La primera noche, cuando ya hubo controlado su diarrea, Esculapio tocó a la puerta a las siete y dos minutos. En su haragana de aluminio y lona, la tía Treme tejía un cubrecama verde musgo, mientras a su derecha Ceferina le daba pasteles de chucho en su boca. «Ya viene este inepto... dale la palangana con los pasteles y el rollo de lana... idiota»  Y comenzó a contar historias de tiempos pretéritos. Por enésima vez relataba delante de su sobrina el constante acoso de los galanes de su época (en cuenta el presidente Absalón Jeremías) y lo delgada y liviana que era. «Antes no me llamaban Tremebunda, ¿saben?, me decían princesa», relataba con la ilusión de antaño dibujada en su cara de luna llena. «Nombre de chucha faldera le pusieron a esta vieja puta», pensaba Escu escudado en su cara de tonto. «Y no lo van a creer, par de insulsos, pero gané por siete años consecutivos el reinado de las fiestas de la virgen», comentó la bola tejedora con alegría decimonónica. «De la fiesta de las brujas quizás», volvió a pensar Esculapio con saña furtiva.
-¿Qué te estás imaginando, sabandija? -lo increpó la vieja.
-Lo bonita que era Usted cuando joven, tía -respondió con voz de cretino.
-¡Lo soy aún, pendejo!... -y comenzó a sollozar- lo que pasa es que cuidarte a este ángel me ha ido gastando la vida. Ya andate a la mierda, bobo, y que esta enclenque se vaya a dormir.

Entre verdades y mentiras, las noches que siguieron no cambiaron de tono. Una de ellas reseñó lo de la feria, cuando se mataron cinco hombres por su amor. Otra, de cómo venían gobernantes de tierras lejanas a pedir su mano. Otras tantas, de las fiestas que en su honor celebraban los diferentes dictadores en el cuartel El Níspero; y muchas más de cómo el comandante de los insurrectos la mandó a secuestrar para pedir la libertad de los prisioneros de guerra y de cómo el faccioso se enamoró de su finura y encanto durante el cautiverio. Escu, escupiendo por poquito, se imaginaba lo pendejo que era el pobre caudillo y se sintió conforme, pues se consideraba menos tonto de lo que siempre le habían insinuado.

Cinco meses de amor distanciado lo tenían agobiado, y como no quería serle infiel a su amada,  inventaba sus intimidades cada noche y vaciaba en la oscuridad sus deseos testiculares. En una de esas velas atolondradas, se le vino por fin la idea que rompería con el impedimento; preparó las condiciones y la víspera de Navidad se presentó a la casa de su platónico amor con un cargamento de pasteles de chucho traídos desde Santa Ana, especialmente para  doña Treme.
-No te hubieras molestado, hijito - le sonrió agradecida la pelota parlante.
-Son para que los disfrute, tía querida.
-¡Ahhh, zalamero!, pero eso no quiere decir que te tengo que dejar hacer aquello con mi sobrina. ¿Verdad? Necesito estar bien muerta, pedazo de bruto.
El pobre zopenco fingió estar amilanado y se imaginó a la inmensa morsa dentro de un ataúd de pino, resquebrajado por el lastre y jalado por cinco caballos, rumbo al panteón de Ozatlán. Casi en realidad virtual, vio caer los puños de tierra sobre el inmenso féretro y una laja de tonelada y media de concreto cerrando el sepulcro. Imaginó que las plañideras aullaban escandalosas su falso sentir, mientras él y Ceferina preparaban su primera noche saturnal.
-¡Vení para acá, patitiesa! -gritó la pantagruélica dama con usual desafuero. Llevate los pasteles al horno y los ponés a calentar.
-Pero cómase uno, tía, para que pruebe como están -intervino Escu escudillando a la tía sin lograrlo.
-Escuchame, inútil, yo como pasteles de chucho cuando me da la gana y no cuando un insípido como vos me lo ordena, ¿entendido?
-Sí, tía... claro que sí -respondió atragantándose de saliva.
-Ahora, acercate indio prieto.
Y musito endulzando la voz. «Mientras aquella calienta el horno... acercate un poquito a mí, no le tengás miedo a la tía... no soy una bestia...
-Pero lo parece, vieja fea -dijo Esculapio en sus adentros.
-...Así está bien. ¡Aquí te tengo!... Ahora bien, insecto, -le ordenó manteniendo la dulzura en su hablar- abajo pantalones y te sacás esa serpiente. ¡Ahora mismo, gusano!
-Pero tía, no creerá...
-¡Nada, animal! La quiero ver... así... así esta bien... ¿Y esto es lo que le tenés a mi sobrina, pedazo de inmundicia?-reclamó indignada.
-Pero tía...
-¡La quiero ver como un cuerno de rinoceronte, ahora mismo, tonto!
-Pero...
Y sucumbió Esculapio al fuego añejo de la tía. Le bajó sus inmensos calzones y la penetró como un caballo, haciéndola suspirar convulsionada. Sus enormes ánforas de mantequilla se inflamaban, chocando en rítmico vaivén contra la cara del violado. Sus lenguas y sus manos buscaban y rebuscaban insospechados recovecos. Mas de quince años de castidad, se sometían ante un cuarto de tonelada crepitante, mientras afuera, los petardos estallaban saludando irreverentes.

La venida fue puntual. En perfecta sincronía bramaron con delicia. Escu escupió como una fuente  haciendo intentos vanos por abrazar la cintura de su amante; en tanto la orca de tierra firme, emanaba torrentes de su glutinosa pasión. Llegó el sociego. Ninguno de los dos recordaba a nadie más. Exhaustos, durmieron durante una hora, dos, o mucho más. Los primeros gallos se escuchaban lejanos, al tiempo que en la calle, los últimos borrachines conversaban con las paredes.
-¡Ceferina!- llamó con denuedo el fornicador, despertando de su modorra a la Treme. Esta, muy cariñosa, le explicó que su adorada dormía el sueño de los justos y que debían huir, pues la autoridad pronto se iba a dar cuenta y hasta ella iba ir a prisión por complicidad.
-Ya tiré los pasteles envenenados en el excusado, olvidate de la ropa y de tantas mierdas más... Aquí llevo suficiente plata para que vivamos felices, ¿qué decís?

José Esculapio Lara no dijo nada. Después del concúbito de nochebuena la vida le había cambiado. Más de quince platónicos años no habían dejado huella y sólo le interesaba escapar con su amante, al fin y al cabo se estaba convenciendo de que el amor no nacía de miradas, ni de pureza, ni de bondad. Se estaba dando cuenta también de que las esperanzas llenan... pero no sustentan.

 

 

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