Cuento erótico-festivo II
Yaiza

Cada dos años suelo cambiar de vivienda. Al principio alquilaba, pero según fuí generando algo de dinero comencé a comprar y revender a los dos años, siempre con beneficio y cada vez cambiando para mejor vivienda. Al principio hacía la mudanza personalmente, pero ahora que tengo gran cantidad de muebles y aparatos, prefiero encargárselo a profesionales.

La historia que os quiero contar sucedió al poco de comprar mi primer apartamento. Por aquella época necesitaba aislarme para concentrarme en mi trabajo así que aprovechando que además el precio me era asequible, me fuí a vivir a un pueblo a 15 kms. de Santiago (para los que no lo sepan, Santiago de Compostela tiene los precios más caros de vivienda de toda España). El apartamento era de unos 70 m, pero estaba situado en el bajo del edifico con lo cual para acceder al jardín de la comunidad, había que hacerlo por la puerta de mi cocina.

Estaba encantado: un apartamento nuevo, con jardín enorme para mí solito, mucha luz y mucha tranquilidad. No entendía porqué había sido tan barato, hasta que comencé a darme cuenta: cada vez que a algún vecino se le caía alguna prenda, llamaban a mi puerta para recuperarla. Al principio me molestaba mucho, así que puse un cartel en la puerta con la siguiente frase: "Si desea recuperar sus prendas, el horario es de 13 a 15 horas".

La verdad nunca reparaba en las prendas que caían. Generalmente dejaba pasar a los propios vecinos a que recuperasen lo que Eolo o la gravedad habían retirado de sus tendales. Pero un día aparecieron unas bragas negras que nadie reclamó. Pensé que la propietaria no habría reparado en su falta o que se había ausentado ese día. Sin embargo nunca fueron reclamadas y terminé por colocárselas a un maniquí que tenía en el lugar donde pintaba. A la semana apareció un sujetador, que hacía juego con la prenda anterior y que tampoco fué reclamado. Durante los siguientes dos meses fueron cayendo medias, bodys, más bragas, incluso un artilugio que pensé que era un sujetador de esos que utilizan las adolescentes, por lo pequeña que era la tela destinada a cubrir los pechos, pero que una vez acomodado en el maniquí resultó ser un liguero.

A todo esto tengo que decir que el maniquí era varón, pero como había ocupado un escaparate en la época de Paquito de Ferrol y con eso de la censura, no le habían puesto paquete. Yo que nunca había reparado en las prendas femeninas, ya que para mí siempre eran como un escudo que escondía lo verdaderamente valioso; pasé a ser un experto en lencería y además de conocer marcas como Gemma o Sardá (no sé si tiene algo que ver con el de la tele), siempre miraba los escaparates de las "boutiques íntimas", como le llaman ahora, intentando imaginarme a esa mujer que me obsequiaba con tales prendas.  Cuando encontraba un expositor con una foto de una modelo con alguna de "mis prendas", me emocionaba pensando que debía ser muy parecida a "ella" la que perdía tantas prendas.

Un día observando el maniquí ya casi perfectamente vestido, con sujetadores colgando de las manos e incluso unas bragas en la cabeza, me preguntaba por qué las prendas siempre estaban secas cuando aparecían en el jardín. Me acerqué y tomé una de las prendas y la olisqueé como un perro, buscando un rastro de olor del sexo femenino, pero no encontré nada. Había pensado que esa mujer debía de tener la manía de no reutilizar ninguna prenda y también dinero para desechar conjuntos que tranquilamente se  acercaban en algunos casos hasta las 30.000 pesetas.

Un día que había coincidido con una vecina en el supermercado (no hay mejor cosa para ligarse a una mujer que fingir desconocimiento sobre el estado de los pepinos, que son los mejor se prestan para lanzar alguna picardía), a la que una hora después había dejado satisfecha en su propia cama, me levanté a observar por la ventana desde el tercero para ver cómo se veía "mi" jardín desde allí. Desnudo, de pié en la ventana, ví como una mujer, justo en la pared opuesta del edificio, debaja caer una prenda más sobre mi jardín. Lo curioso es que no era como las modelos de los expositores, ni siquiera su talla se correspondía con esas 95 que me llovían semanalmente. De repente lo entendí todo: en los  pueblos se habla de muchas cosas y seguramente se había enterado de que un pintor famoso había comprado el bajo. Me vería por la calle varias veces y no se atrevió a hablarme. Supongo que le podían sus complejos físicos e intentaba decirme que ella era como tantas otras que seguramente había visto pasar por mi apartamento. Debía de imaginarse que todas aquellas chicas jóvenes y hermosas además de posar para mí, después se acostaban conmigo. Debió incluso ir a alguna exposición mía y debieron temblarle las rodillas al ver lo recurrente que son en mis cuadros los cuerpos femeninos. Debía pensar que yo era un pintor que había sucumbido a mi propia fama, altivo y despreciativo para toda mujer que no fuese una 60-90-60. Amargamente pensó que ella también tenía esas medidas, pero en cada pierna.

Me sentí verdaderamente desconcertado y en los días siguientes no salí a recuperar ninguna prenda. Un día la ví en el supermercado y me escondí detrás de las lengumbres para que no me viese. La observé y me dí cuenta de que tenía una piel preciosa. La seguí hasta el fiambre y con un trato excelente reclamó un paté al oporto de no sé qué marca. Compró un vino de un año magnífico y pagó con el mismo trato. Saludó a todos los críos que se cruzaba por la calle, les preguntó a todos los viejos cómo estaban e incluso dejó de forma muy discreta 1000 pesetas a un yonki en estado sidoso-terminal.

Me dí cuenta de que yo, famoso y con dinero, no soy más que un animal de bellota. Al yonki lo desprecio siempre que lo veo. Nunca reparé en si la chica del fiambre está cansada o de buen humor. Nunca me importó de qué marca es la mortadela o el vino. Me dí cuenta que estaba completamente a merced de esa mujer. Comencé a soñar con ella, en ir a devolverle las prendas, en hacerle el amor, en rogarle que estuviese conmigo, pero me ofrecieron 8 millones por el apartamento y ahora estoy aquí, en una casa que me costó unos 30 millones, solo en medio del campo y añorando a una mujer que sin hablar nunca commigo, me dijo más cosas que nadie.

 

 

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