Manos
Ziota [@] [Ziota]

 

Estaba sentada al piano como en tantas ocasiones. Las partituras permanecían en mi cabeza y el atril de la tapa del instrumento permanecía vacío. Repasaba mentalmente los matices aplicados por el autor y sincronizaba mis manos sobre aquella amalgama en blanco y negro. A veces las miraba, parecían tener vida propia pero sin embargo salían de mi cuerpo. Se tapaban hasta sus inicios con mi misma camisa y el ruido de los dedos cayendo sobre el teclado, era el producto de los impulsos de mi cerebro. No eran independientes.
No lo eran.
Aquella tarde me di cuenta de la importancia que tenían para mí.
El salón estaba repleto, se escuchaban algunos carraspeos, el rozar de brazos y la impaciencia de los oídos. La atmósfera estaba cargada de esa ansiedad que te hace dar el paso hacia delante y sentarte, apenas con un saludo, delante de aquel monstruo a domar. Solía tomar un par de tragos de ron para darle algo sensibilidad a los sonidos que tenía que arrancar de aquellas teclas y de esta forma tener el sabor en mi aliento mientras durara la función. Una caída de manos era suficiente como para acallar al público concentrado, es una técnica vieja y peliculera que siempre he usado porque de alguna forma rompes el estadio del caso y a pesar de que aparentemente aflojas la tensión, lo único que haces es forzarla.
Comencé a jugar con el teclado dejando correr mis zarpas sobre Gnossienne, Satiè es algo sofisticado que deja a la clientela expectante de arpegios más armónicos. Estaba tan desconcentrada mientras ellas tocaban que me dejé caer en un pensamiento forzado: ¿Dónde ir a cenar después de la actuación?. Estas cosas siempre me ponen un poco nerviosa por la gente que te acompaña y los millones de comentarios sobre tu "arte". Realmente me apetecía terminar pronto y largarme a cualquier bar sola para poder disfrutar del lejano tumulto y de los cubitos de hielo chocando contra las paredes de mi copa.
De repente algo me intranquilizó, mi mano izquierda con un gesto sesgado y amenazante se desprendía de mi muñeca. Casi no era capaz de controlar lo que estaba viendo cuando segundos después la derecha se desarticulaba, de la misma forma arrebatadora, fuera de mi cuerpo. Falta de concentración, pensé, pero no, existía realmente esa separación. Ellas seguían con su melodía caminando por el teclado mientras yo intentaba acercarme a ellas por si en un roce volvieran a pegarse a mi cuerpo, del que nunca debieron separase.
Trabajo inútil.
La postura era extraña y en algún momento tuve miedo de que alguien del público pudiera darse cuenta de la doble exhibición a la que estaba asistiendo por el mismo precio de entrada. ¿Había bebido demasiado ron? ¿Dormí mal la noche pasada? ¿Cuánto tiempo hace que no tomo drogas? ¿Estaré soñando?. Millones de preguntas absurdas invadían mi cerebro, pero la realidad no era otra que aquellas dos haciéndose las listas conmigo y haciendo su trabajo de siempre pero... ¡Sin jefe!. Estaba empezando a cansarme de su actitud, las bromas tienen un límite.
Arranqué en partituras mucho más complejas para acelerarlas en su empeño, quería cansarlas hasta que se dieran cuenta de que sin mi no eran nada, pero la sensación que recibía era exactamente la contraria, parecían aún más contentas. ¿Se estaban riendo de mí?.
Seguí forzándolas hasta el agotamiento, ahora empezaba a verlas casi resbalar sobre las teclas. Por su puesto como no realizaba ningún esfuerzo, los asistentes se quedaron sin el descanso merecido. Ahí estaba yo, separada de mis manos y encabezando un programa con mi nombre en letras mayúsculas. La cosa se alargaba pero con los estudios de Chopin aprecié que estaban realmente rendidas. Salían hacia atrás buscando con ansiedad de lo que en un principio se retiraron sin pena: Mis muñecas. Así volví a recuperarlas.
El concierto fue un éxito, los aplausos en parte por las manos y en parte por el entumecimiento de los culos pegados a la silla, duró varios minutos.
Una vez fuera, en la sala del edificio un hombre se acercó a mí.
- ¡Felicidades!
Le tendí mi mano derecha y observé como ésta volvía a las andadas. Al mirar la mano de aquel hombre pude ver el espacio entre la muñeca y su mano, volví mis ojos a los suyos y le escuché decir:
- Yo también soy pianista, mientras esbozaba una sonrisa extraña.

 

 

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