Un bar valenciano
Hidro [@] [www]

Dejé el vaso con un poco de martini disuelto en agua, vicio recientemente adquirido, y con ese desparpajo involuntario que quizá no lo sea tanto, de quien no tiene mucho que hacer en un bar, escuché la conversación de la mesa de junto. Se hablaba sobre el amor, y me pareció gracioso como hay temas interminables. Pedí un segundo martini mientras aparecía mi querido amigo Antoni.

- Chaval, que el amor no existe y eso es todo, es un juego de necesidades mutuas, nada más.

Los ecos del bar hacían que la mitad de las conversaciones se me escaparan, el acento valenciano hacía lo propio con la mitad de lo que quedaba. En resumen, estaba un poco perdido. Llegó el segundo martín pero ahora de unas manos distintas, ahora eran unas manos delicadas, distintas de las manos de mujer valenciana que había visto hasta entonces; eran unas manos delicadas, blancas y de pulso firme que se aunaron a una voz que preguntaba – ¿Le pongo algo más?- Negué metódicamente con la cabeza, el rostro de la chica me había comido vorazmente y de un solo tajo la atención.

Caminaba con prisa pero con precisión, sorteando mesas y parroquianos y sin derramar una gota del liquido contenido en los vasos y copas que sostenían aquellas manos gráciles que había notado unos momentos antes. Se detuvo en la barra y se acercó a un choco melancólico que daba vueltas a un vaso de vodka con tónica, le vi besarla las dos mejillas y seguir rumbo a la caja.

De la mesa de junto otra frase completa llegaba a mí – El amor sin deseo no es amor ¡qué va! A lo más es cariño profundo- Y vuelta a la fusión de los murmullos de varias mesas con el fondo de música de salsa que salía de los parlantes del local. Cristina enfundada en sus vaqueros azules y aquel jersey de lana no paraba un instante; salía de detrás de la barra y limpiaba una mesa mientras el chico de la mirada melancólica le escoltaba con la mirada, con esa mirada mixta entre tristeza y esperanza rancia. Con esa mirada del que no puede reclamar nada pero que no puede dejar de anhelar.

Entonces me di cuenta de mi calidad de espectador, un extraño del que nadie hacía caso si no cuando pedía un nuevo martín (el cuarto en aquel momento) y me sentí un poco fuera de lugar, quizás por el mismo efecto de los martinis ingeridos.

- Si hombre, que hablamos de amor, no de hostias- ¿Cuántas veces había yo cavilado y vuelto a cavilar sobre el tema del amor “ Amar es desear el bien del objeto amado”, había yo definido tiempo atrás. Y me sonreí mientras pensaba esto. Recordé un álbum de frases cursis, editado en rosa meloso que solían llevar mis compañeras de escuela allá por mis años mozos. “Amor es... compartir una estrella” “Amor es... viajar en la misma dirección” “ Amor es...”... Amor junto a ti es morirse un poco cada día, me había dicho alguna compañera sentimental años atrás.

Pasada la una de la madrugada y el sexto martini la gente comenzó a desalojar el local, vi en un letrero que se cerraría a las dos por lo que me quedaba tiempo para un séptimo que me permitiría soportar el frío salvaje (para mí) que se cernía sobre las calles desnudas. Perdida la esperanza de que Toni apareciera, me dediqué a contemplar a Cristina, la chica barthender-mesera que sentada junto al chico de la barra escuchaba con atención que me pareció sincera.

Los chicos de la mesa de junto se habían ido, el ritmo de la música ambiental era ahora más relajando y así pude observar con mayor detenimiento los ojos marrones de la chica; casi podía escuchar la conversación y sin embargo ellos no se hacían cargo de mi presencia. Miré pues los mechones de pelo lacio que cubrían el costado de aquel rostro imperfecto pero mágico, la nariz no era afilada, pero era graciosa. La boca delineada, con las comisuras ligeramente caídas le daban un aire que a mí me parecía sensual. La frente amplia y la mandíbula firme hablaban de una mujer decidida... Cristina se levantó y caminó hacia mí. Me sobresalté y por un momento creí que había sido demasiado indiscreto al mirarlos, pero me recogió mi vaso y me ofreció otro martini junto con una sonrisa desbordante; confirme la sensualidad que emanaban aquellas comisuras, que volcadas en una sonrisas se hacía peligrosísimas, encantadoras.

Bebía con calma este enésimo vaso de licor y ahora observaba al chico, sólo quedábamos los tres en el bar aquél. El chico estaba enamorado de la chica comisuras coquetas: fue una de esas certezas etílicas. Me pregunté cuántos parroquianos se habrían enamorado de aquella mujer, una más de esas tantas preguntas que no tienen respuesta. Pedí la cuenta  y escribí sobre una servilleta de papel. Cristina comenzó a menear la caja registradora, apagó algunas luces y me di por entendido que el bar cerraba.

El viento helado de la calle me dio de pleno en el rostro e intente ocultarme tras las solapas de la chaqueta, caminé calle abajo y después de media unos metros una mano en mi hombro llamó mi atención. – Se te ha olvidado esto hombre- Me decía Cristina mientras me entregaba una servilleta de papel. Le devolví una sonrisa y ella también sonreía... - ¿Eso es el amor?- Leí lo que había escrito en el bar : “El amor es ver el mundo a través de los ojos de la persona que amas”. – No lo sé- Murmuré casi inaudible, sonriendo apenas a aquella mujer angelina. Me besó las dos mejillas y se alejó en sentido opuesto, yo seguí mi camino rumbo al hotel y con el pensamiento a muchos kilómetros de ahí.

 

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