Balada para una alerquín
Francesc Pedragosa / Eva [@] [www]

Silenciosa como una Esfinge,
inmóvil la mirada.
Tu figura me recuerda
la quietud de la muerte.

Ella mantenía la mirada perdida en algún lugar entre el microcosmos de las Ramblas y la lejana tierra de Antofagasta. Empeñada en no mover un sólo músculo, respirando, Dios sabe cómo, alimentándose del aire y de las miradas de los demás como nutriente, con el rictus invariable de las estatuas de sal. Su presencia imponía el tipo de respeto reverencial que suele producir la sola contemplación de algo turbador. Ella lo sabia y lo explotaba como una parte más del espectáculo que ofrecía.
Tenía la mano derecha extendida en acción de pedir, pero si uno se fijaba en la dulce tristeza de sus facciones, llegaba a comprender que su pedido no era de dineros, sino de algo menos tangible. Y es que le ponía tanto empeño en parecer lo que no era, que los transeúntes que a tan temprana hora transitaban por las Ramblas, se paraban para admirar su perfección. Pequeña de estatura, contenida, engalanada con un traje de Arlequín, pintado de color plata el rostro, con un gorrito negro sobre la malla que cubría su cabeza, parecía estar hecha de cristal. Quizá la gente que por allí paseaba estuviera acostumbrada a ver las estatuas vivas, pero aquella parecía poseer en el silencio y la inmovilidad más absoluta, sus mejores aliados.

Él, no podía estarse quieto sin morir en el empeño. Venía de un largo viaje a lo más profundo de la desesperación humana; su turbia mirada de cuatrero en celo fluctuaba desde el gran Machu Pichu hasta la estoicidad de aquella estatua, sin solución de continuidad. Sus ropas, hechas harapos, eran la confirmación más evidente de su fracaso en la vida, cosa que le contradecía su placida sonrisa de educado facineroso. En sus pasos no se advertía más soberbia que la de querer vivir el momento sin importar otra cosa. En su mirada, un deje de melancolía perlaba los párpados y los hacía impermeables al escrutinio.

Como otros transeúntes, se quedó prendado al verla. Sabía lo de las estatuas pero nunca les dio demasiada importancia, siempre que paseaba por allí les echaba un vistazo, como quien esta acostumbrado a ver algo cotidiano, y seguía a sus cosas. Esta vez iba de camino a la Boqueria para hacer algunas compras, pero se quedó observándola largo rato. En todo ese tiempo la estatua no había movido ni un músculo, ni siquiera pestañeaba. En un momento que se quedaron solos, movió la mano junto a sus ojos. La estatua siguió impertérrita y él, un poco mosca, alargó el brazo y con la mano le tocó el hombro. Sin duda debajo del vestido latía la tibia carne, pero aún seguía sin dar señales de vida. Puso una moneda de cien en el canastito que tenía bajo la tarima y se marchó calle abajo. Al rato volvió sobre sus pasos; ella seguía igual que cuando la dejó, su mirada no se había movido ni un ápice. Entonces se puso a hacerle cosquillas bajo su brazo extendido.
-¡Pero qué haces imbécil! ¡quieres hacer el favor de dejarme en paz!.
-Anda, ¡si está viva! Albricias.
-Oye majo, que yo me gano la vida de esa manera, así que nada de bromas, ¿vale?
-Bueno, no te pongas así mujer. Pensaba que te habías convertido en una estatua de verdad, y me alegro que no sea así.
-Menos rollo, ¿Por qué no te abres de una vez y me dejas trabajar?

Así fue cómo se conocieron. Cada día, se acercaba para verla un rato, le dejaba una moneda de cien y se iba por donde había venido. Hasta que en una ocasión ella le habló, iniciando entonces una fluida relación de amistad. Él se fue enterando de su azarosa vida y de que no todo era oro y plata lo que relucía en aquella apariencia de Arlequín, sino que detrás de su triste figura se escondía una frágil personalidad.

Ella supo al primer golpe de vista, que aquel tipo tenía sobre sus espaldas más guerras por ganar, más perdidas y más historias que contar, que pelos en el bigote. Pero le cayó simpático. Tanto así, que al final dejó que su sonrisa de piratilla de agua dulce y su picajosa barba de dos semanas, le dieran los buenos días y le susurraran las malas noches.
Acabaron compartiendo negocio y catre. Ella, de estatua de sal. Él, tocando la guitarra con acordes salidos de lo profundo de las entrañas.

 

 

Faro

Puente

Torre

Zeppelín

Rastreador

Nuevos

Arquitectos

la mirada perdida | un largo viaje | la tibia carne | una fluida relación