La agenda
Miguel Ángel Vázquez [@] [www]

Sin saber por qué, cogió su agenda de teléfonos y empezó a marcarlos uno a uno. Hay personas que nunca cambian de casa, de mujer o de costumbres. Él nunca había cambiado de agenda, así que, al correr de un par de décadas y algo más, en el librito se habían amontonado las anotaciones nerviosas y apresuradas y las hojas, en su mayoría, habían adquirido la pátina de lo muy sobado, como si su lista de contactos fuese una antigüedad de gran valor.

Empezó por la A y encontró un primer teléfono a nombre de Ana. Sin más. Le picó la curiosidad de saber quién fue esa Ana, pero no consiguió recordarlo. Se sintió ofendido por su memoria, incapaz de definir los perfiles de ese ser que un día mereció inaugurar una letra de su agenda. Marcó el teléfono y, en efecto, una mujer contestó.
- ¿Ana?
- ¿Quién llama?
- ?
- Pero ¿quién llama?
- Bueno, esa pregunta es más difícil de contestar de lo que parece. Sólo puedo decirte que soy Arturo, aunque eso, quizá, no te diga nada.
- No te quepa la menor duda. Ni yo soy Ana ni aquí vive ninguna Ana.

Se dijo que era de esperar. Le consoló pensar que estrenó su agenda cuando era estudiante en la facultad y que aquella Ana sería cualquier Ana que tenía unos apuntes que él necesitaba. Le era preciso pensar eso. Si en ese momento se hubiese admitido que no saber, ni poder saber, era empezar a perder algo de sí mismo, habría abandonado con todas sus consecuencias. Pero la vida le había enseñado a ser escéptico, incluso respecto de sus propios sentimientos.

Probó con la C. La inauguraba un teléfono perteneciente a Corp. Landa. Era fácil adivinar (eso hizo, adivinar) que Corp significaba Corporación. Una empresa presidiendo su agenda. ¿Por qué? No consiguió recordarlo. Y marcó.
- Metcalf & Landa, ¿dígame?
- Soy Arturo.
- ¿Con quién quiere hablar?
- Quizá? sí, con usted mismo.
- ¿Yo? ¿Y qué desea?
- Saber.
- ¿Saber qué?
- No estoy muy seguro. Una vez tuve relación con ustedes, trato de averiguar por qué.
- ¿Relación? ¿Qué tipo de relación?
- La verdad es que tampoco lo sé. Supongo que entonces era joven, no consigo recordarlo. No sé si entiende mi problema.
- O usted el mío. Mire, está sonando otra extensión y, probablemente, será alguien que no esté de cachondeo. Lo vamos a dejar aquí, ¿le parece bien?

No le parecía bien pero, en el fondo, comprendía. Por eso colgó. Decidió entonces buscar entre los teléfonos antiguos uno de alguien que supiese quién era. En la Z encontró a un tal Zurita que sí recordaba. Había sido su profesor en la universidad. Le impresionó recordar por qué tenía su teléfono. Un verano, él se marchaba a trabajar fuera de la ciudad y necesitaba saber si había aprobado el parcial final antes de salir las papeletas, así que le llamó. Casi treinta años después lo volvió a hacer, pero Zurita no estaba. La verdad es que Zurita había muerto, según le informó una femenina voz adolescente, prendida de amabilidad, que dijo pertenecer a su hija menor.
- Supongo - dijo la niña, jocosa - que mi padre te daría la nota. Porque ya es un poco tarde.
- Sí, sí, me la dio. Lo que pasa? en realidad no la recuerdo. Quizá si él viviese todavía la recordaría.
- Lo dudo. Por lo que cuenta mi madre, cuando llegaba el verano erais muchos los que llamabais.
- ¿Muchos? Yo pensé? la agenda?
- Mi padre siempre se cachondeaba de vosotros. Decía que se las arreglaba para hablar con todos sin que os dieseis cuenta de que nunca recordaba los nombres.

Colgó abruptamente y, acto seguido, tachó, en gesto inútil, el nombre de Zurita y el teléfono de la agenda. Su librito era mentira. No contaba verdades, no conservaba lo real y, haciendo crueles guiños irónicos, destacaba las referencias de aquéllos para quienes él nunca había significado gran cosa, ni siquiera en el pasado. Todavía hizo otra llamada. Llamó al primer teléfono de la M, adjudicado a Manu, así. El detalle le hizo pensar que algún día Manu y él tuvieron confianza.
- ¿Diga?
- ¿Manu?
- Soy Manuel, sí. ¿Quién habla?
- Soy Arturo. Yo te llamaba Manu.
- Mucha gente me llamaba Manu. ¿Arturo, qué Arturo?
- Esperaba que tú pudieses decírmelo. Ni siquiera puedo decirte cuándo fuimos amigos.
- ?
- ¿No recuerdas a ningún Arturo?
Al otro lado de la línea se escuchó un suspiro.
- He conocido a muchos arturos. Pero acabo de recordar algo importante.
- ¿Sí?
- Uno de ellos, seguro, era un perfecto gilipollas.

La señal de conexión cortada se burló de él. Paradójicamente, se sintió bien. Había aceptado su destino. Ahora sí recordaba algo, y ese algo era la razón de que hubiese cogido su agenda. Tenía que llamar a un teléfono, una anotación reciente, un motivo reciente, una reciente realidad. Lo demás era accesorio. Así que marcó, por fin, sabiendo adónde llamaba y para qué.
- Consulta del Doctor Galindo.
- Soy Don Arturo. Estuve hace tres días. Necesito una cita.
- Ah, ya? - la voz de la enfermera redujo su tono hasta convertirse en un susurro - Disponemos ya de los resultados de los análisis.
Fue la voz, el cambio de tono. Lo entendió todo, lo comprendió todo, lo supo todo. Por sobrar, le sobraba incluso la cita con el médico.
- No se entristezca. Le parecerá terrible lo que dicen esos análisis, pero, créame, en unos pocos días lo habrá olvidado.

Colgó y cerró su agenda. Caminó hacia la cocina y, una vez allí, la depositó en una bolsa, junto al resto de los desechos del día.

 

 

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