Aldrobando Anatema
Turandot [@] [www]

Con su permiso caballero, donde quiera que esté.

Se hacía llamar Aldrobando Anatema, ese era su seudónimo. Era un hombre inteligente, de mirada aguda y lengua sarcástica. Pasaba la mayor parte del día en aquella biblioteca que era a la vez su lugar de trabajo y su hogar. Aunque para la mayoría de la gente era el típico ratón de biblioteca reservado e impasible, yo, que le conocía desde hace años, sabía que detrás de aquella apariencia inquisitiva había algo más; intuía en su mirada el fuego que ardía en sus entrañas. Sin embargo, siempre habíamos mantenido una relación meramente amistosa.

Pero un día todo cambió de repente. Recuerdo que era viernes. Tenía que ir a recogerle en coche a la biblioteca, pues tenía la moto en el taller y habíamos quedado con unos amigos para comer todos juntos. Me puse un vestido verde y mi ropa interior favorita, un conjunto de sujetador, tanga y liguero negro, y salí en busca de Aldrobando. Camino de la biblioteca, me di cuenta de que aquel vestido verde no era lo suficiente largo y dejaba al descubierto el borde negro de las medias. Cuando faltaba poco para llegar a la biblioteca, el vestido se había subido más por el roce de las medias y asomaban por debajo de la falda mis blancos muslos franqueados por las dos rayas negras del liguero. Pensé por un momento en quitarme las medias, siempre sería más discreto. Pero al final hice uso de toda mi malicia y decidí poner a mi amigo a prueba. En el fondo siempre había deseado tentarle, y ahora tenía la oportunidad. Al llegar, le vi esperando en la acera. Me acomodé la falda rápidamente y le abrí la puerta

- Hola Turandot, tan puntual como siempre - dijo mi amigo al subir al coche.- Vámonos, tengo hambre.

Arranqué el coche y nos encaminamos hacia el restaurante. Íbamos conversando tranquilamente cuando noté que mi amigo hablaba cada vez menos. La súbita frescura que sentí entre las piernas me hizo comprender que mi plan estaba dando sus frutos. Un semáforo en rojo. Paro y miro llena de curiosidad a mi amigo: sus ojos echan chispas y me miran fijamente. Su boca, llena de lascivia, dibuja una media sonrisa malévola mientras mordisquea su mano juguetona . Miro mis piernas y están completamente descubiertas; la falda ha subido más de lo que yo esperaba y no sólo exhibe la totalidad de mis muslos, sino que empieza a verse la negra tela de mis braguitas.

- Vaya, que vergüenza - exclamé con una fingida turbación, intentando contener la sonrisa - Perdóname, Aldrobando, no debí ponerme este vestido.

El semáforo se puso en verde.

- No te preocupes, preciosa, tú conduce que ya te coloco yo la falda.

Sentí sus manos sobre mi piel, deslizando la tela hacia abajo suavemente, acariciándome sin ningún reparo a la vez que me colocaba la falda.

- Lo sabía - dije triunfante, sonriendo maliciosa - Sabia que detrás de esa fachada de hombre frío se ocultaba un corazón caliente.
- ¡Serás...! - exclamó mi amigo y se echó a reír ruidosamente. - Esta me la pagas, Turandot. He caído en tu trampa como un idiota, pero pienso vengarme y mi venganza va a ser terrible. Porque has de saber, amiga mía, que acabo de perderte el respeto y vas a lamentarlo.

Llegamos al restaurante sin decir una sola palabra más. Cada vez que le miraba me encontraba con su maquiavélica sonrisa. No sabía lo que tramaba, pero fuera lo que fuese ya lo tenía todo planeado. Dentro ya estaban nuestros amigos esperando. Nos sentamos los cinco en una mesa y Aldrobando se sentó a mi derecha. Roberto, uno de nuestros amigos, hermano de Alberto que también estaba en la mesa, nos enseñó su nueva navaja. Era una de esas que está llena de accesorios, tenía cortaúñas, tijeras y hasta un pequeño tenedor. Aldrobando le pidió que le dejara la navaja, pero se le cayó al suelo justo cuando traían la carta. Así estábamos mirando el menú cuando sentí que mi amigo, fingiendo buscar la navaja, alcanzaba mis muslos por debajo de la mesa. En una hábil maniobra, metió las manos por debajo de mi falda y cortó los dos laterales de mis braguitas con las pequeñas tijeras de la navaja. Subió y volvió a sentarse a mi lado devolviéndole la navaja a Roberto. Me miró sonriente. Yo no podía creermelo. Cuando llegó el postre, sacó su mano de entre mis piernas. Suspiré aliviada, pensando que no iba a volver al ataque, pues lo estaba pasando francamente mal intentando refrenar el orgasmo que sentía llegar. El camarero trajo el helado. Vi como mi amigo, mirándome a los ojos, hundía un dedo en el helado y después metía la mano debajo de la mesa. Creí morir cuando sentí aquel gélido dedo de chocolate acariciándome el clítoris para hundirse después en mi interior, penetrándome una y otra vez. Y allí, en medio de los postres, mi querido Aldrobando Anatema me regaló un maravilloso orgasmo bañado en chocolate, que me hizo derramar mi copa ante el súbito estremecimiento de mi cuerpo.

- Te odio - le dije a mi amigo al oído, al verle cómo me miraba con una sonrisa de oreja a oreja.
- Y yo también a ti - me contestó.

Y me besó en los labios muy dulcemente, ante la sorpresa de los demás que no acababan de comprender lo que había sucedido.

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