Maldita Bruma
Alsud [@] [www]

Nunca he visto un hormiguero por dentro, y lo que más se le puede parecer, es el lóbrego metro de esta capital. Llegando al final del eterno viaje, de salida a la superficie terrestre, puedo respirar un aire un poco más saturado de oxígeno, y probablemente, de traicioneras concentraciones radioactivas. Las interminables escaleras mecánicas, sobrias y aburridas, me han abandonado directamente en el centro de una plaza, en una ciudad que conozco vagamente y que amenaza con injuriarme si no me manejo con prudencia. La rutina diaria del mercado, y el ir y venir de sus gentes, transcurre casi sin bullicio en este barrio cualquiera.

Entre neblina, emerge delante de mi una majestuosa catedral de piedra gris, con un cielo nublado por decorado, que tiñe la vida en este lugar. Por la magnanimidad del edificio, la escalinata que da acceso a su interior, me resulta modesta; humilde bajo el brillo dorado de las cúpulas; sencilla y discreta, seguramente, ante la fastuosidad intrínseca que todavía no he visto, pero que no me cuesta imaginar; no obstante, opulenta, por la plañidera acogida que otorga a débiles supervivientes de la historia: indigentes y mutilados pedigüeños han hecho de ella una segunda residencia, más que un lugar de trabajo, porque ya saben que lo que allí conseguirán, no les permitirá ni tan solo un día al mes, dejar de ir, ni una comida, a la cola de la sopa. Me atrae ligeramente lo que se debe celebrar en estos momentos y decido entrar, antes de ir a buscar la dirección de mi hermana, que ya hace un tiempo que vive aquí, en Moscú.

Me abro paso entre el ajetreo y, antes de infiltrarme en la ceremonia, me acerco a un hombre. Una medalla militar sujeta el pliegue de la manga que esconde un muñón. En su única mano, deposito unas monedas, para que me haga el encargo de despachar un par de cartas a mi ciudad. No me devuelve la sonrisa, ni la cortesía de un gesto amable. Demasiado dura la vida para esas consideraciones. Demasiado cruel para vivirla con vulnerabilidad ante sutilezas. El glasnost le permitió expresarse con transparencia, y lo ha hecho: si antes lo hacía con frialdad, ahora usa la amargura. No hay necesidad de fingir; sabido es, que también ha corrido mucha sangre para repartirse este pastel, embellecido por la perestroika; y es excesiva la brutalidad de haberle permitido seguir viviendo, sin poder sonreír. El rojo, todavía tiene significado en este país.

He observado que hoy las mujeres no se cubren como es costumbre. Incluso creyéndome irrespetuosa, es mejor que haga lo que veo hacer; entro al templo con la cabeza descubierta. La niebla se va espesando en el interior, el lugar no es como lo podía haber fabulado; no veo la suntuosidad condicional de una catedral, y no puedo distinguir lo que parece un iconostasio deslucido, que se alza detrás de una multitud concelebrante.

Busco asiento, para acomodarme a ver el oficio, más que a vivirlo, ya que no soy una devota, sino una espectadora. No encuentro nada más apropiado para la ocasión que unas butacas de teatro antiguas de madera.

Sorprendentemente, un baldaquín se levanta en medio de la nave, y más me sorprende todavía, el rito pagano que se oficia allí -el paganismo está demodé-. Sale una comparsa. Con aburridas danzas y tristes colores se libran a una fingida y afligida festividad. La muchacha que abre el desfile va tirando bolitas de colores encima de las cabezas que encuentra a su paso. Cuando se me acerca, me cubro con las manos, pero me dice que no lo haga, que debo dejar que se me peguen en el cabello; por eso hoy no se usa tocado. Son unas bolitas gelatinosas, me repugnan, pero cedo y dejo que, "doñas pringosas", me caigan encima. ¡Qué asco!

Acaba de entrar una chica, se me acerca y me llama por mi nombre; es una mensajera de correos que viene a entregarme dos paquetes. ¿Tan pronto? Sé que son la respuesta a las dos cartas que he hecho mandar antes de entrar. ¡Es raro! de la eficiencia de este país no he oído hablar nunca.

Recojo mis pocos bártulos y mi escaso bagaje, y salgo a buscar luz... y el apartamento de mi hermana. Vive en un pisito, gris, brumoso, sin decoración, y con unos muebles que, con imaginación, son los mínimos necesarios.

Esta misma tarde tenemos una reunión, y en un ambiente denso, se nos comunica que tenemos que volver a Barcelona, pero que la próxima semana ya podremos volver a estar allí. No sé cómo, estamos de vuelta a casa, y una vez ultimado el asunto que nos ha hecho dejar Moscú, y del cual no recuerdo absolutamente nada, volvemos... tampoco sé cómo.

El coste imprevisto de este retorno a casa, no nos ha permitido adquirir, para este segundo viaje, el billete de vuelta. Mi hermana debe acabar con unos asuntos que le permitirán comprarlo dentro de unos días. Yo, urgentemente, debo buscarme la vida, y en esta ciudad que es casi una jungla, no sé por donde empezar. Pero como yo he dicho siempre: en Europa no hay perro que muera de hambre; aunque en este país, me parece que el hambre es demasiado conocido por las personas, espero no tropezarme con ella. Me precipito a estas calles despiadadas, a practicar lo que ya sé, que se me da bien: la supervivencia. Para algo me va a servir el haber sido Boy-Scout. Intentando poner en práctica el manual, sólo se me ocurre buscar trabajo, porque pidiendo, no creo que pueda encontrar salida. No estoy adiestrada para defenderme en la ciudad donde aterricé; aunque, en la taiga, el panorama podría ser peor. Si alguien me pudiera echar un cable... Inspiro profundamente esta densidad aplastante, deseando que me cargue de coraje, o de lo que sea. No tengo otra opción: voy a seguir mi fiel instinto; nunca me falló. Dersu Usala hubiera sobrevivido si lo hubiera intentado, o quizás le hubiera encontrado en las escaleras de aquella catedral. Pero tuvo un final cruelmente romántico, para el cual, no estoy firmemente preparada para reproducirlo, ni me apetece estarlo.

En el local comercial del bajo del mismo edificio hay un lavacoches. Unos empleados vestidos de rojo, limpian los vehículos manualmente, tanto por dentro como por fuera, entre la maldita bruma. Qué ironía... en el país de Laika, Tereschkova , Gagarin, la MIR... Un país que mira el futuro fuera de la órbita terrestre. Cuánto surrealismo derrochado, cuanta contradicción compartiendo sólo decadencia..."El país de los contrastes", como todos los países del mundo, cuando uno viaja acompañado de un guía turístico; y a fin de cuentas, en este país, la frase resulta una gran verdad.

Para redondearlo, además de dos chicas, hay un jovencito que su cara me es conocida y al reconocerlo, me dirijo a él: "-¿tú no eres...?"No es necesario que termine la pregunta, él ya ha dado por supuesto que no lo he confundido con el vecino del tercero segunda. Y como el mozo es todo modestia, me contesta: "-sí, soy Enrique Iglesias". Me explica humildemente que le pesa su apellido, que no necesita que le saquen las castañas del fuego y ha decidido aventurarse. ¡El muy sinvergüenza! Podía hacerlo en cualquier otro país más próspero. De todas formas, yo tampoco sé muy bien cual es mi cometido aquí, o sea, que le concedo mi indulgencia. Y a las chicas también; son universitarias de Salamanca y están aquí por un intercambio. Me piden que las espere a que terminen un descapotable, rojo también, -o eso me parece, porque cada vez se me hace más difícil distinguir cualquier cosa-. Cuando acaban, se me llevan a hacer el turista por las avenidas. En nuestro vagar, -porque es imposible ver nada; la bruma ya se puede amasar- me inquietan contándome una serie de prácticas esotéricas que se cultivan aquí, y me aconsejan precaución. Sin embargo, me dan coraje haciéndome saber también, que a veces, aparecen niños detrás de un gran resplandor y que suelen traer fortuna.

Necesito un refugio para poder digerir con calma todo este asunto paranormal, paranoico, descerebrado y esquizofrénico; voy a hacerle una visita a mi tía para que me sosiegue; estoy segura que ella sabe realmente, lo que se cuece de todo eso.

La casa es toda gris: las paredes, los muebles, la tía, su perro...No se ve, pero el corazón de mi tía es rojo, muy rojo, yo lo sé. Esto es sólo comprensible, atendiendo que su madre fue viceministro de justicia y su padre miembro del Politburó. Y quisiera desterrar la idea surgida en mi mente, de que ellos también se mancharon las manos de sangre. Yacen en Novodievichi, una necrópolis, donde los nombres se repiten en los libros, y los cuerpos reposan bajo majestuosas esculturas. Mi tía se alimenta con nostalgia, de los privilegios que gozó durante aquel régimen, que le permitía libremente, trasladarse en los coches del Kremlin, y poder disfrutar del acto que se le antojaba, de cada función de teatro, ópera o ballet, en una sola noche; de cuando, siendo una niña, estuvo en brazos de Stalin; de las vacaciones en la dacha; de fríos inviernos moscovitas, en un lejano balneario de Crimea; los paseos con Brézhnev; y el deleite de ese maravilloso cementerio y las conversaciones ensoñadoras que tiene con los más ilustres, y los que le dejaron en herencia un apaño de vida que le permite pasar sus días lejos de cualquier catedral con escalinata.

Su perro, es una bolita de algodón (gris) caprichosa; y hoy es mi turno de hacerle las mil gracias. Él salta, ladra, canta, brinca, ríe, retoza, corea y vitorea mis bufonadas. Es el único ser que he visto divertirse desde que llegué por primera vez. ¡Qué triste atino!

Aturdida por esa idea, voy en busca de una silla al otro extremo de la mesa. De repente, sin llegar a sentarme, un gran temblor llena la estancia, se agrieta una pared, una gran refulgencia nos invade entre la incertidumbre, y el ambiente pierde la solidez. Ciertamente debe ser algo irreal, tanta luz no es posible en este pedazo de mundo. Detrás de esta luminosidad sale un niño, detrás otro, y otro...van vestidos con el uniforme gris y rojo de la escuela, o del país –en la bandera se equivocaron un poco-. El primero que ha salido nos apacigua con dulces palabras, y entregándome dos sobres, me dice que contienen los billetes de avión que tanto necesitamos, y dinero –él ya debía saber que, de eso también tengo necesidad-. Los tomo y miro su contenido. Los ojos me giran como un thaumatopo: billetes-dinero-billetes-dinero...Esos sí que son unos niños con un buen pan bajo el brazo! Veo que mis asuntos fluyen mejor que los de Enrique Iglesias, en las circunstancias que le he dejado. ¡¡¡Eso es tener un buen instinto de supervivencia!!! (aunque no figuraba en el manual del Boy-Scout); o ¿se llamará un golpe de suerte? ¿Será la bendición de las bolitas nauseabundas?

Los niños van saliendo por la puerta principal de la casa, el resplandor se ha disipado, pero tampoco vuelve la niebla. Mi tía dice que no hemos terminado con esa prole. Debemos salir detrás de ellos porque tienen un mensaje importante para cada una de nosotras.

Fuera, oigo que me llaman, me giro hacia la voz, pero no es un niño. Es una mujer y me hace señas invitándome a que la acompañe. Entrando en un Rolls-Royce magnífico, de color verde oscuro –deduzco que no se trata de un coche ruso- me invita a subir. Estoy indecisa, pero me reclama, me dice que dispone de poco tiempo y tiene un mensaje para mí: bip, bip, bip...¿Qué mensaje? bip, bip, bip... Este sonido no me deja oír nada! ¿y la mujer? ¿¿¿Eh!!! Se ha fundido en negro... sacudo mi mano para palparla... BIP,BIP,BIP...doy con algo... lo agarro fuerte...lo...lo...lo sacudo, sacudo y sacudo insistentemente. Quiero mi mensaje! BIP, BIP, BIP...Y este maldito ruido cada vez más cerca, y se parece tanto a mi ... Mis párpados me devuelven la luz. ¿¿¿Me estoy enfrentando a mi maldito despertador!!!

Mi mensaje, de una profunda estocada, me grita lo que odio oír todas las mañanas después de plantarme en latitudes y longitudes en busca de más vida: eso no es Moscú, tú no serías capaz de viajar a ningún país del mundo sin un billete de vuelta, no necesitas buscar empleo porque ya lo tienes y ya puedes apresurarte porque ¡empiezas dentro de una hora! ¡El dinero no viene del más allá!

¡Ah! Para viajar no necesito nada. Esta noche me haré las costas brasileñas en una jangada.

 

 

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