La doncella y el caballero
El soñador [@] [www]

En el año de nuestro Señor, recién cruzado el primer milenio, las tropas del príncipe Artus se enfrentaban a las hordas devastadoras del Duque Mordret, el maligno. El premio para el vencedor era la corona del reino. El Rey había muerto en extrañas condiciones, y aunque el heredero era el príncipe, el duque era quien poseía mayores tierras y a los más grandes caballeros bajo su yelmo. Era evidente que el rey había caído bajo los engaños del duque y sus secuaces.

Los caballeros de la rosa, los más grandes del reino, estaban a favor del duque. Los caballeros de la espada, jóvenes caballeros, sin grandes títulos, ni posesiones, estaban a favor del príncipe. El enfrentamiento era evidente, y el desenlace también.

La casa de los Vanion, legendarios caballeros de la rosa, mantenían un ejercito de más de diez mil hombres. La casa de los Vanion siempre inclinaba la balanza hacía un lado o hacia el otro. Todas las casas de los caballeros de la espada no superaban los mil plebeyos y dos docenas de caballeros.

El desenlace era evidente, y la batalla era inevitable; era una cuestión de honor.

Cuentan que en los campos de Bralwing, bajo el yelmo del duque, se encontraban más de veinte mil hombres. Y al otro extremo, con el estandarte del rey, el príncipe y los caballeros de la espada no superaban los dos mil quinientos.

Las tropas estuvieron frente a frente más de quince días, esperando que llegaran todos los caballeros del reino. La batalla empezaría el primer domingo de primavera, y el Señor Nuestro Dios, decidiría al vencedor en el campo del honor.



Era el primer día de primavera. Una mujer de basto aspecto se encontraba junto al río lavando la ropa. El río pasaba a unos quinientos metros de distancia del pueblo, y a unos setecientos de la casa de la mujer, algo más alejada. Su esposo y sus dos hijos habían partido a la guerra bajo el yelmo del duque Mordret. Su esposo de clase hidalga, por la riqueza de su familia más que por la nobleza de su sangre, destinaba su fortuna para aparentar nobleza para su nombre y el de sus hijos. Su esposa parecía una vulgar plebeya. Nunca era presentada en sociedad y sus deberes eran de madre, concubina y responsable de su hogar. No es que a ella le importase, el trabajo era duro, pero era para su familia y eso la reconfortaba.

Esa mañana se sentía feliz. Su familia estaría fuera más de cuatro días y aunque habían partido a la guerra no había ningún motivo para estar preocupada, pues sabía que la contienda estaba ganada de antemano.

Sólo le quedaba por lavar una sabana y unos calzones, y el resto del día sería para ella. ¿Cuánto tiempo hacía que no disfrutaba de un día para ella? Desde que dejó de ser doncella que no disfrutaba de un día. Pero ahora disponía de cuatro.

Respiró profundamente, miró al río. Las aguas bajaban cristalinas y el reflejo del sol dibujaba en ellas cadenas de multitud de colores. Por primera vez en muchos años se sentó a contemplar, por el simple placer de hacerlo, como jugaban el sol y el agua. De un empellón apartó la sabana, el calzón y la colada que rompían la grandiosidad del momento. Buscó entre sus viejos y desgastados faldones. Con el tacto encontró lo que buscaba y una enorme sonrisa se dibujó en su rostro. Apoyó la cabeza en el tronco de un árbol. Respiró profundamente y se llevó a la boca la manzana. Era una manzana destinada a su pollino, pero hoy sería para ella.

La mordió con sumo placer. Los olores empezaron a embriagarla. Nunca se había dado cuenta de lo bien que olía esa parte del río. Cerró los ojos para que las fragancias penetraran aún mejor en su recién descubierto sentido. El canto de los pájaros se hizo latente en ella. El clamor de las aguas al deslizarse por la cuenca. El coro de los grillos. La sinfonía del viento al cruzar fugaz entre las ramas de los árboles. Percibió el olor salvaje de las zarzas. El dulce olor de los sauces llorones y el penetrante y frescor olor a agua.

Se comía la manzana con sumo placer. Mientras el calor de la primavera envolvía todo su ser. Mojó un pequeño pañuelo y se lo colocó en la frente. Ese frescor, esas gotas que se deslizaban por su mejilla, esa brisa que le acariciaba su maltratado cabello... Era como si volviera a la vida.

Y se quedó dormida.

Unas gotas de agua salpicaron su mejilla despertándola del sueño. Entreabrió los ojos y vio una silueta montada sobre un caballo. Una armadura desgastada, sin duda una herencia familiar, y un precioso corcel de largas crines naranjas.

- Buenos días os de Dios – dijo el caballero.
- Buenos, hasta que me despertasteis – dijo ella.
- Lamento haber interrumpido vuestro descanso, mi señora – dijo el caballero.

Ella se despedazó y lanzó un terrible bostezo. Sin duda era un acto de descortesía ante el caballero, pero este no se lo tomo como tal, y hasta le hizo gracia su falta de modales.

- ¿Vuestra señora? Creo, caballero, que os confundís – dijo ella apartando un largo mechón de cabello que se le depositó en el labio inferior -. Ni vos sois mi esposo, ni yo soy nada vuestro.
- No era mi intención ofenderos – dijo el caballero -, os pido mil perdones.

Y sin decir nada más tiró de las riendas de su corcel y siguió su camino.

- ¡ Caballero! – Gritó la mujer -. Disculpadme vos, ¿cómo os llamáis?
- ¿Mi nombre me preguntáis? – Dijo el caballero -. ¿Qué importa el nombre de alguien que va a morir por honor y ese mismo honor va a hacer que su nombre caiga en deshonor?
- No os entiendo, caballero – dijo la mujer.
- Voy a una muerte certera, y al perder, mi nombre caerá en deshonor – dijo el caballero -. Y aún así, sabiendo que voy a morir, mi honor me obliga a acudir a la batalla.
- ¿Sois un caballero de la espada?
- Sí, lo soy.
- Pues huid – dijo ella -, dar rienda suelta a vuestro magnífico corcel y no miréis atrás. Corred hasta agotar vuestro caballo, pues sabed que la batalla está decidida.
- Lo sé – dijo él -, pero sólo poseo este magnífico caballo, esta vieja armadura y mi honor. Y aunque muera, los caballeros que tendré frente a mí, sabrán que soy hombre de honor y de valía. Y eso para mí, es suficiente.
- ¿Más que vuestra vida? – Preguntó ella.
- Más que mi vida – dijo él.

El caballero volvió a tirar de las riendas y siguió su camino.

- ¿Tenéis prisa por morir? – Preguntó ella.
- ¿Prisa por morir? – Preguntó él deteniendo su caballo y encarándose hacía la mujer -. Ahora soy yo quien no os entiende.
- Estáis a media jornada del campo de batalla, de la llanura de Bralwing – dijo la mujer -, para mí sería agradable si os quedarais conmigo hasta el almuerzo.

El caballero se quedó inmóvil durante unos segundos. Tiró de las riendas e hizo girar su caballo en redondo. El caballo era un magnífico corcel español. Su pelaje de tono pardo, sus crines largas y esbeltas de un naranja muy vivo, y su porte de la más pura raza de Jeréz. Sin duda alguna, un caballo magnífico.

- Seria un gran honor para mí – dijo el caballero -, estar en compañía de tan bella doncella.
- ¿Una doncella? – Dijo ella soltando una fuerte carcajada – Mi noble caballero, hace años que dejé de ser doncella y mis dos hijos dan buena fe de ello.
- Sois doncella para mis ojos – dijo él -, pues vos dais luz a mi vida. Con vuestras palabras, habéis conseguido dar un poco de paz a mi corazón. Con vuestra sonrisa y vuestra invitación, algo de esperanza para que mi cuerpo no fallezca en el momento de la verdad, en el momento de mostrar su valía.
- No penséis en eso caballero – dijo ella -. Desmontad y poneos cómodo. Yo voy a casa y vuelvo enseguida – la mujer cargó todo la ropa y clavando la mirada en el caballero, con un gesto muy coqueto, volvió a decir -: Poneos cómodo y quitaos la armadura. Mi casa está cerca, no tardaré.

El caballero desmontó y ató su caballo al tronco de un viejo sauce. Aunque era caballero, su casa era humilde y no tenía el suficiente dinero como para pagar a un escudero. Se quitó la armadura con la experiencia de aquél que está acostumbrado a hacerlo solo.

Una sencilla camisola de punto y unos calzones bien ajustados, era todo el atuendo que llevaba el caballero. En la camisola, a la altura del pecho, estaba bordado un escudo. Seguramente el escudo perteneciente a su casa. Era algo habitual entre los miembros de la nobleza, para ellos era importante el emblema, el escudo de su familia. Unas sencillas alpargatas vestían sus pies.

La mujer llegó a su casa, procurando que nadie del pueblo la viera. Una mujer desposada no podía pasear, ni comer, con un extraño.

Nerviosa dejó la ropa en el primer lugar que encontró. En la cocina tenía una hogaza de pan y unas tiras de buey seco. Lo colocó todo en un trapo y anudó las cuatro puntas para poderlo transportar mejor. Corriendo se dirigió a la puerta, pero cuando la tenía abierta de par en par, se detuvo. Se miró el vestido que llevaba y con un suspiro volvió a cerrar la puerta.

Abrió su cómoda, y se dio cuenta que el vestido que llevaba era el que se encontraba en mejor estado. Con una sabana, hilo y aguja, y algo de imaginación consiguió hacerse un vestido en menos de media hora. Tenía una extraña caída, pero os puedo asegurar que incrementaba la gracia de la mujer considerablemente.

Al poco rato se encontraba junto al caballero, que estaba tumbado a la orilla del río. El caballero al verla se puso en pie y la miró de arriba abajo.

- Estáis preciosa - dijo

La mujer se ruborizó, y haciendo ver que no había escuchado palabra alguna tendió la sabana que cubría la hogaza de pan y las tiras de buey seco.

Pasaron la tarde juntos, entre chismes, historias y alguna que otra palabra de amor. Esas palabras que se escurren en los delicados momentos que más necesitas de él.

Os puedo asegurar que sus miradas suplicaban amor, pero sus mentes frenaban ese loco momento de pasión. Y la noche los envolvió.

- Debo partir – dijo el caballero.
- Pasad la noche conmigo – pidió la mujer.
- Mi señora, debo partir hacía el campo del honor.
- Quedaos conmigo hasta mañana – dijo ella -, no es necesario que partáis esta noche. Quedaos conmigo, os lo suplico.

Ella se echó a los brazos del caballero. Este la abrazó como si le fuera la vida en ello.

El abrazo fue largo, tierno, y apasionado como ninguno de los dos había tenido jamás. Del abrazo, los besos y de los besos... Sus cuerpos se sumieron en la perfecta unión. En ese cruce apasionado, desenfrenado, sensual y alocado. Sus cuerpos se desearon, se enlazaron, se fusionaron hasta quedar dormidos, uno junto al otro.

Pasaron la noche juntos. La luna y el manto de estrellas velaban los sueños de los enamorados.

Él despertó en primer lugar. La miro con suma ternura. Ella tenía los ojos cerrados y una sonrisa dibujada en los labios. Con su mano izquierda, el caballero, empezó a recorrer las mejillas de la mujer. Recorrió la frente, los ojos... Hasta llegar a los labios.

Ella abrió los ojos y le miró fijamente.

- Os amo – dijo ella.

El caballero, lentamente, gozando de las palabras que había dicho la mujer, acercó sus labios a sus labios. Acerco su cuerpo a su cuerpo. Acercó su pecho a su pecho. Y en ese suspiro que es anhelo del alma, le entregó un salvaje, ardoroso, desenfrenado, agitado y apasionado beso.

El tiempo se les agotaba. El día de hoy era sábado, y en sábado, el caballero, debía estar en el campo del honor. Les quedaban escasas horas, y aunque no querían decirlo, entre beso y beso, las lagrimas corrían por ambas mejillas, como si sus ojos fueran los únicos conscientes del poco tiempo que les quedaba.

- Os amo – dijo él, mirándola directamente a sus arrugados ojos, ahora llenos de vida -, prometedme que nunca me olvidaréis.
- Os lo prometo.
- Ayudadme a ponerme la armadura – le pidió él.

La mujer, con toda la delicadeza del mundo, empezó a vestir, con el frío acero, a su amante, a su caballero, a su amor.

No lo volvería a ver jamás... Se dirigía a la muerte...

- Quiero una prenda de amor – dijo él -. Para que me reconforte en la batalla.
- No tengo nada que darte – dijo ella muy angustiada.
- Un mechón de tu cabello- pidió él
- Mi dueño, tengo el cabello sucio, ¿cómo podría daros un mechón?
- Dádmelo, os lo suplico – volvió a pedir él.
- Si es eso lo que deseáis – dijo ella -, os lo doy.

La mujer desenvainó la daga del cinto del caballero. Se agarró un mechón de cabello y lo cortó. Aún lo tenía en sus manos cuando el caballero se las agarró, con ternura, con delicadeza. Ella se estremeció al sentir su tacto. Ambos acercaron, por ultima vez, sus labios, sus cuerpos...

No hubo ni una despedida. Sus miradas mostraban sus deseos de amor. Sus labios dibujaban una sonrisa... Él montó en su corcel, y sin mirar atrás, golpeó al caballo con sus espuelas, saliendo al trote.

Ella miraba como se iba. Miraba como su amor partía. Vuélvete – pensó -. Vuélvete, mi amor. Por favor, mi Dios, haz que me mire por ultima vez. Pero el caballero no se volvió. Se perdió entre la cortina de arboles...

Ella se apartó el pelo con desdén como si en el fondo no le importase. Recogió todas las cosas para volver a casa y rompió a llorar desconsoladamente.

¿Por qué? – Se preguntaba – Dios mío, llévalo a tu diestra, pues no hay nadie que tenga más valor, ni más amor que este tu fiel caballero.

En la lejanía se oyó unas palabras... ¡ Te Quiero!

Ella alzó la vista y vio a su caballero, encima de una loma, mirándola...

- Gracias, Dios mío – dijo ella, saludando con su mano al caballero y mostrando la mejor de sus sonrisas...



El primer domingo de primavera, bajo los ojos de Dios, las tropas del príncipe Artus, en inferioridad numérica, cargaron sobre las hordas del duque Mordret.

Lucharon con honor y con valía... Lucharon como auténticos poetas... y ganaron la batalla.

Los caballeros de la rosa se rindieron...

Los caballeros de la espada... dejaron su vida en el campo del honor... Y siempre fueron recordados como los más valerosos, los más fieles y los más grandes caballeros de todo el reino...

Y cuenta la leyenda, que un caballero desconocido, luchó con más valor y valía... lucho con pasión y con amor... luchó hasta su ultimo suspiro.

Fue encontrado muerto por una flecha clavada en su corazón. En una mano, la espada manchada de sangre. En la otra, tan sólo un mechón de cabello. Un precioso corcel español de largas crines naranjas, era quien velaba su merecido descanso...

 

 

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